Otra vez me sumo a la propuesta de MOLÍ DEL CANYER, quien nos pide que relatemos una situación que haya acontecido en un pasillo. Esto es parte de algo que viví hoy, pero obvio, es un relato, así que no sé muy bien dónde comienza la realidad y dónde se convierte en fantasía.
¿A quién le gusta esperar?
No voy a decir que odio al odontólogo, porque es una cosa más de todas las que odio. Tal vez lo que más odio es la espera. Esa manía de jugar a ver quién te hace esperar más para ser atendido; ese no poder cumplir jamás con el horario que tenés reservado.
El COVID trajo consigo no sólo muerte y terror, sino un sin fin de cambios que para mí, seguro que perdurarán en el tiempo. Cambios que hubo que asimilar como normales, como conocidos desde siempre. Unos de esos cambios es la organización totalmente diferente de todo, de todas las cosas que hacíamos de otra manera.
Las esperas son diferentes. Si bien continuamos esperando que el odontólogo nos atienda, antes del monstruoso virus, compartíamos la desesperación con otro desesperado que odiaba al odontólogo tanto como nosotros. Son tan diferentes estos momentos, que ya no podemos acomodarnos y hundirnos en el mullido sillón de la sala de espera y hacer la nada o a leer, o a mirar los últimos posteos de Instagram, o hablar de lo molestos que estamos con la otra víctima sentada en el sillón de enfrente, no, qué va, ahora esperamos en los pasillos y solos.
La combinación "espera al odontólogo" con "lluvia torrencial", es mucho más odiable todavía, porque la lluvia invita a quedarse en casa y entonces así sí es maravillosa.
El ascensor frena, abro la puerta y desemboco justamente en el pasillo. Sé que debo aguardar allí hasta que la secretaria abra la puerta, salga un alma muda con la boca anestesiada y entre el otro alma muda, pero de terror. Todo en mi está mojado, no me quedaba un sólo centímetro de vestimenta seca. Comienzo a controlar el cronómetro. Iban cinco minutos y ya empezaba a querer correr.
El doctor, muy comprensible él, colocó un cuadro un tanto particular en las paredes del corredor. Fijo la vista en ese objeto tan particular y luminoso, recorro el perímetro de su marco y descubro el cable con el enchufe que va hasta el tomacorriente. Mi turno era 11.30 y ya vamos por las 11.38. Las gotas que empaparon mi pelo ruedan como tiradas de un tobogán por mi cara, no hago a tiempo a secar una que ya viene rodando la otra: estoy totalmente desalineada. Pienso en cuantas cosas hubiese hecho ya y la espera me exaspera. Miro otra vez, en la pantalla del cuadro monitor ya no está Nemo, sino una pareja de pájaros extraños que parecen amarse, que con estar cerca les es suficiente. Ahora se fueron, un paisaje rojo incandescente me molesta cuando miro. Me ahoga la soledad del lugar y me asfixia la humedad del cuerpo, pero me atrae la caída del sol que allí se refleja. 11.41 y aún sigo parada contra la pared del odioso pasillo, mientras el mango del paraguas se me resbala por décima vez. Es lo que hay. La pantalla impulsa mis ideas, tal vez, era lo que necesitaba para descansar un rato de la rutina que también odio...