Remar, pasear en bote. (por Patricia F.)
Si hay una actividad deportiva que me gusta, desde que era chica, es el remo, tanto o más que andar en bicicleta, para mí realmente no es deporte, es placer.
Cuando era niña aprendí a remar con mi mamá y mi tía, en cambio, mi papá me entregaba el timón de la “Golondrina”, la lancha con cabina que él mismo construyó (ya les contaré sobre ella).
Vivíamos en una zona ribereña de la Provincia de Buenos Aires, frente al canal Sarandí, cuya desembocadura era en el Río de La Plata.
Casi todos los vecinos teníamos un bote porque cuando había sudestada, el río crecía de forma incesante, a una gran velocidad, se notaba por como llevaba los camalotes; la única forma de salir si había una emergencia en esas circunstancias, era precisamente con esa forma de transporte.
Qué placer en las soleadas tardes de verano subir a esa pequeña embarcación de madera y salir a remar, ir mirando los sauces llorones en las orillas, con sus largas cabelleras cubiertas de hojas llegando hasta el agua, pasar debajo del puente y de las pasarelas, llegar hasta la playa que se formaba en la desembocadura del canal.
Siempre había algún vecino agitando su mano en forma de saludo.
Cuando los primos venían a visitarnos, nos encantaba llevarlos a pasear y nos divertía mucho ver como ellos intentaban guiar en forma recta el bote, pero solo lograban hacer círculos en el mismo lugar o avanzaban zigzagueando como las serpientes, nos provocaba mucha risa, yo me sentía superior porque era más pequeña en edad que ellos y remaba mejor; hoy al recordarlo se me escapa una sonrisa, cuánta inocencia y felicidad en esas pequeñas cosas.
Hermosas épocas, bellos recuerdos.
Ahora en cuanto tengo la oportunidad lo hago, hasta en kayak, pero lo que más me gusta son los dos remos parejos, aunque sea más pesado, simplemente es disfrutar.