sábado, 18 de septiembre de 2021

 


Ojos mágicos (Por Silvy)

 

Todas las mañana él se levanta como si el tiempo no existiera. Envidio su calma infinita, sus pausas y la capacidad de estar presente en el aquí y ahora. Nada lo altera, salvo alguna que otra disputa con su hermano que logra sacarlo de sus casillas, unas casillas gigantescas porque Bruno raramente se altera.

Tiene los ojos más puros y hermosos que yo haya visto. Claro, soy su madre, la belleza nació con él y con su hermano. Pero la mirada de Brus es distinta. Nunca vi en esos ojos ningún destello de maldad ni bronca. Jamás percibí una ironía o doble intención.

Es tan flaco que, cuando lo abrazo, rodeo su cuerpo y el mío al mismo tiempo. Casi 1,83 cm de paciencia y dulzura.

No sabe decir que no. Tal vez un “no sé” o  “puede ser”, para no ir en contra de la propuesta que le haga. –Bruno, ¡decidite!, le digo siempre. Y él alza los hombros y simplemente dice “hagamos lo que vos quieras”.

Nos gusta salir juntos. Aprendo tanto de sus conocimientos sobre cosas que jamás había averiguado. Descubre formas en lugares insólitos, como aquella vez que detectó que un árbol tenía forma de tortuga y allí estuvo su padre varios minutos intentando encontrar la imagen que su hijo veía, hasta que la halló.

La botella siempre está medio llena. Si el día está nublado, él ve la posibilidad de disfrutar de cine y pochoclos. Si hay tormenta, ¡Qué bueno que nos quedamos adentros, además de que las plantas lo necesitaban! Si llegamos a algún sitio elegido y está cerrado, -por lo menos salimos y paseamos, ¿no?

Tantas veces nos sentamos  los dos, callados. Siempre soy yo la que saca temas de conversación y él atento y solícito responde. Amo escucharlo reír, contar rarezas que lo divierten e intrigan.

Bruno, el de abrazos largos y risa fácil. Brus, el que saca chistes de la galera; Brunito, el que está atento a lo que falta. Bruni, el que, por momentos, gira sus ojos hacia arriba a la derecha, y abajo y mágicamente entra en otro mundo. Una dimensión desconocida por mí y tan habitada por él. Allí se queda recorriendo por instantes unas imágenes que solo él ve. Basta con llamarlo para que vuelva, y al preguntarle en qué pensaba dirá “nada”.-

Le pregunto de todo. Qué hizo en el día, de qué se trata la última serie que vio. Cuando no está en casa, nos mandamos videos de cachorros que son nuestra pasión.

Todo el que lo conoce, lo ama. Sus profesores de la universidad lo consideraban brillante pero él no quería ser un profesional. Él descubrió que quiere un mundo de colores, pinceles, formas y magia.

Y me cuenta del  último cuadro que ayudó a pintar y cuando se entusiasma, está ahí, presente. Llegan amigos, familia y entonces lo veo, gira sus ojos y mágicamente se va.

La primera vez que me di cuenta era tan chiquito que fue casi imperceptible. Creí que era su amigo invisible, su increíble imaginación, su forma de jugar. Hasta ese día que posó su mirada sobre mis ojos sin verme ni escucharme. Me asusté. No entendí su poder mágico de vivir en un mundo no habitado por mí. Un mundo al que yo le tuve miedo por no poder acompañarlo. Y nos empeñamos en sacarlo.  Porque  nadie hablaría con el niño que se pierde estando presente. Quién comprendería a un hombrecito que no entendía los chistes  porque para él todo era tal cual lo veía o lo escuchaba.

Aprendí a acompañarlo, me ayudó a vencer el temor y le regalé historias y cuentos. Fantasías y sueños. Me enseñó a vivir sin pensar en mañana y a encontrar lo perfecto en lo imperfecto.

Tan hombre ya, tan grande; 24 hermosos años acompañándolo. Crece, madura, razona. Ve más que todos y su corazón es tan gigante como él.

Está, siempre dispuesto, siempre amable. Aunque en algún momento gire sus ojos marrones de largas pestañas para mágicamente entrar en su mundo, Asperger, dijeron.  Paz, digo yo.

jueves, 16 de septiembre de 2021


Per te, mamma

Por Rosana Colombo

 La somnolencia me arroja sobre el teclado y en eso, decido pellizcarme para ver si puedo abrir los ojos un rato más y continuar con las obligaciones que me vienen corriendo desde hace horas. Las obligaciones son mis acreedoras, y hasta que no les pague, no dejarán de perseguirme.

Al pellizcarme – cuestión que parece dar su resultado – la memoria comienza a dictarme al oído algo que tenía resguardado en lo profundo del alma. Ella, María, solía rozarse la pierna izquierda dando pequeños pellizcos, idénticos, rítmicos y sistemáticos, cada vez que se sentaba y no tenía una manualidad en la mano – para eso hay que utilizar ambas manos, por lo tanto el pellizco, quedaba rezagado al olvido momentáneo. Pellizcaba su pierna izquierda justo a la altura del muslo, antes de alcanzar la cadera y si alguien no se percataba de ese gesto, todas sus prendas oficiaban de vecinas chusmas, pues el desgaste, en algunas, y el agujero en otras, delataban ese movimiento que para ella era tanto inconsciente como incontrolable. Pellizcaba su pierna y luego, la misma mano se dirigía a casi peinar la ceja del mismo lado. Cuando manejaba se acentuaba, cuando miraba la tele – siempre sintió culpa de estar en reposo - en fin las veces que como dije antes, siempre que sus dos manos no se encontrasen ocupadas. Será por eso, que de por vida, su ocupación fue estar ocupada.

Yo me di cuenta mucho después del primer llanto al nacer, me di cuenta cuando tomé conciencia de mirarla detenidamente, tal vez por admiración, tal vez por la profunda impresión que me causó escuchar la historia por primera vez.

Había nacido en 1939, en unas playas lejanas de las menos populares, en Italia, una playa de aguas verdes cristalinas, mansas – no saben de olas esas playas – y de piedras bajo los pies, sin la existencia de la arena, piedras bajo los pies, y otras gigantescas decorando como testigos de tanta historia, el mar. Allá por el 44, 45, ya Italia había decidido ser aliada de Alemania y María, con sus pocos años y su corta infancia a cuestas, supo refugiarse en los sótanos que había diseminados en el pueblo para ocultarse ante el ataque enemigo. Cualquier niño añora ver pájaros en el cielo, pero jamás, que los pájaros fuesen de acero y que sus heces, fuesen a caer y explotar hasta causar el temblor del horror de todos los que todavía no entendían, por qué un grupo de personas, habían decidido partir el mundo en dos y disputárselo a fuerza de pólvora.

Un día de aquellos en que María intentaba vivir su pequeñez dentro de los cánones normales que cualquier niño puede pretender, salió a la vereda y al rato, su inocencia estalló junto a la bomba que cayó en la casa del vecino: habían llegado los soldados polacos y venían cargados de pequeñas muertes que estallaban sin pedir permiso. El saldo del ataque – puede que haya sido mucho más terrible – pero a mi me narraban una y otra vez, la aparición de un hombre, con una oreja menos, su cuerpo pintado de rojo sangre y María, atónita, la niña que se empeñaba en jugar y correr en medio de la guerra, ofició de observadora de la escena que le causo el impacto que la llevaría a cometer, el repetido acto que la hacía notar que no era la mujer perfecta que todos se empeñaban en describir, sino que tenía debilidades que ella creía imperceptibles.

La primera vez que descubrí la imperfección de mi madre, ese movimiento sutil, pero tan presente se aceleró como el corazón de un culpable al ser descubierto. Yo sabía, que cuando se hacía más persistente, sus nervios le jugaban una mala pasada. El tic oficiaba de vocero, cuando su temperamento se exaltaba, pero jamás pudo reconocerlo, ni contar que la escena del soldado polaco, iba y venía en su mente, como también venía a su mente el mar verde y transparente y esas piedras, que anhelaba pisar cada vez que amanecía.

Azul Nocturno (por Daktari)

 

     La familia me consultó si podían llevar con ellos a Tandil a la gatita mimosa. Les di las recomendaciones acerca de cómo debe transportarse un gato y allá partieron, dos matrimonios jóvenes, un bebé, la abuela y la siamesa Azul de seis meses,  a pasar una semana en las sierras.

                       

     Un llamado después de medianoche sobresaltó mi sueño: — Disculpe doctora, pero es que Azul no nos deja subir.

—Mmm, eeeeh, ¿quién habla?

—Disculpe la hora, doctora. Es que no sabemos qué hacer. Somos los Caruso. Andrea, le hablo desde Tandil.

—¿Qué pasa?—dije mientras trataba de despabilarme.

— La gata no nos deja subir la escalera. Nos parece que se volvió rabiosa.

—¿ Eh? ¿Porqué? ¿Qué gata? ¿Qué escalera?

— Azul, ¿se acuerda que le preguntamos si podía viajar?

— Jum

— Salimos a cenar y cuando volvimos a la cabaña ( se ve que habían alquilado una cabaña) encontramos a Azul durmiendo en la mitad de la escalera.

— Ajá.

—Veníamos con el nene dormido en brazos ¡imagínese! La verdad: queremos acostarnos a dormir.

— Sí, claro, yo también.

— Es que no sabemos a quién llamar. ¡No conocemos ningún veterinario de acá!

— ¿Para qué necesitan un veterinario?

 Es que Azul no nos deja subir.

 ¿Cómo que no los deja?

 — No. Está enojada y nos gruñe. Dice mi cuñado que está rabiosa.

— ¡Pero si la vacunamos! Asústenla, agiten un trapo y que se mueva de ahí. Hagan un ruido o empújenla con una escoba — A esa altura yo ya estaba tan enojada como la gata — Tírenle un toallón o campera encima y sáquenla.

—Tenemos miedo. Miedo de lastimarla o de que quede traumada y nos ataque después, mientras dormimos. Y si nos muerde nos vamos a morir todos.

—Nooo. Primero, no está rabiosa. Tiene miedo. Una vez que se mueva, se va a esconder.


— ¿No se le puede dar algo?

Creyendo que pensaban en sobornarla con comida, me sumé a esa idea y dije: — Bueno, tiéntenla con una lata de atún.

— No, algo para dormirla, digo yo. Tenemos Valium.

— Y cómo se lo van a dar, si no pueden ni acercarse.

 Ah, claro ¿Si llamamos a los bomberos? ¿ellos la dormirán con calmantes?

— A ver, paremos un momento. Es tu gata, ¿vos no podés echarla de un lugar, diciendo ¡fuera! O algo así?

— No. Ella siempre hace lo que quiere.

— Dame con tu marido o con tu cuñado — Quería mantener una conversación más cuerda. Después de todo, ¿qué podía hacer yo desde Buenos Aires?

—Hola. ¿Sos Alejandro, el marido de  Andrea? Escuchame ¡ se están ahogando en un vaso de agua! No puede ser que  cinco adultos no puedan mover a una gatita de menos de un año. Buscá una escoba, algo con un palo y empujala suavemente, que otro golpeé una cacerola y se va a ir corriendo. No va a buscar venganza.

— Bueno, gracias. Voy a tratar.

       Yo volví a mi almohada, incrédula de que temieran tanto a su propia mascota.  Ya estaba en la pendiente entre la conciencia y el sueño, cuando el teléfono sonó otra vez:

       — Doctora. No pudimos. Así que la dejamos acá y nos vamos a dormir todos a un hotel. Mañana vamos a probar de nuevo. La llamé otra vez para agradecerle.

       —Por favor. No me agradezcan más.

Hubiera pagado por ver la escena del día siguiente. Fueron en comitiva a la cabaña con palos, guantes, latas de todos los alimentos para gato que consiguieron, un veterinario con una red y el casero que les había alquilado la cabaña.

     La gata los miró con sus impasibles ojos azules y, ofendida, giró la cabeza hacia otro lado. ( La habían dejado sola en un lugar desconocido).

— Paté, dale paté. ¡No, mejor abrí la de pescado! ¡Cuidado!

— Todos afuera, ¡déjenle una vía de escape!—ordenó mi colega, mientras se acercaba con la red. La gata subió dos escalones y desde ahí mostró los dientes, bufó y envió zarpazos al aire.

 

—¿Me permiten?— dijo el dueño de las cabañas— y entró haciendo ruiditos tranquilizadores: “michina, michina” se sentó un par de escalones más abajo y esperó de espaldas a la gata. El resto contenía la respiración. Al rato la gata se le acercó refregándole los bigotes contra el brazo; y sin ningún problema la agarró a upa mientras le rascaba el cuello.

 

martes, 14 de septiembre de 2021

 


Verónica y yo (Por Silvy)

 

La sala de espera de la clínica estaba vacía cuando llegué. En recepción me avisaron que mi psiquiatra se demoraría por la tormenta así que me dispuse a esperar con paciencia. Mientras tanto, repasaba en mi mente lo que debía contarle: el insomnio, los sueños recurrentes, la sensación de fracaso, mi falta de ganas para todo y mi necesidad de nada. La astenia que sentía ante cualquier propuesta de salir. Mis lágrimas persistentes, el dolor punzante del corazón y mi necesidad de dormir horas, días… meses.

No me di cuenta en qué momento entró ni cuando se ubicó justo enfrente de mí. Tenía el pelo largo y ondeado cubriéndole los hombros. Su cabeza gacha observando las manos apoyadas en su regazo. Se estiraba las mangas de su sweater constantemente. Parecía tener frío.

Yo necesitaba concentrarme en mi lista mental de síntomas. Todo un mes de recuerdos para contestar en el interrogatorio que serviría de llave  para obtener mis pastillas. Siempre olvidaba algo. En la consulta anterior había omitido la taquicardia y los ahogos nocturnos.

Se paró de pronto y se acercó a la ventana, apoyó su frente contra el vidrio frío y con su aliento lo empañó. Una enfermera entró de pronto, la tomó del brazo y la acompañó nuevamente a su asiento. Escuché nombrarla - Verónica, quédate sentada, en un momento te verá el doctor.

No quise mirarla, pero no pude evitar ver sus ojos claros, su espalda encorvada y el imperceptible temblor de su pierna derecha. Sus uñas comidas hasta la carne y esa palidez que le daba un aspecto de ninfa.

Levantó la mirada y la clavó en mis ojos  y un rictus parecido a una sonrisa apareció en sus labios.

Hola – me dijo.

Hola – contesté.

No sé por qué la sentí familiar, como si ya hubiéramos hablado en otro momento.

¿Por qué estás aquí? Preguntó.- Tengo turno con la doctora Enriquez,  a las dos, pero está retrasada. ¿Y vos? – Indagué- ¿a qué hora tenés turno?

Yo vivo acá – respondió

Fue entonces que lo vi, cuando levantó los brazos para correrse el pelo de la cara. Las muñecas vendadas mostraban el motivo de su estadía allí.

Se dio cuenta de que lo noté, sacudió su mano como quitando importancia y me dijo: simplemente quería dormir horas, días… meses. Esta era la forma segura de hacerlo. Ya no quería llorar más ni  extrañar a nadie (porque no había nadie a quién extrañar). Estaba cansada del aburrimiento, de la falta de ganas de todo.

Lo dijo con una calma extraña para hablar de sus ganas de no existir. No había nervios, ni angustia, ni arrepentimiento.

-¿Y vos, por qué venís? Preguntó.

Y me dio vergüenza contarle que no podía lidiar con mi frustración y que no había tenido su valentía (o cobardía) para terminar con ese montón de sensaciones extrañas que me invadían todos los días y que buscaban solución en una minúscula pastilla blanca.

-Control, respondí.

¡Qué coincidencia!, me dijo. El no poder controlar mi angustia fue lo que me trajo aquí, así que yo también estoy por control.

Levantó la cabeza y miró por la ventana. Había dejado de llover y un débil rayo de sol iluminó su rostro. Sonrió, cerró los ojos como disfrutando el calor tibio que la acariciaba.

Mi doctora llegó. Me hizo pasar disculpándose por la demora. Me preguntó cómo estaba, si seguía con las pastillas, si dormía mejor. Y entonces decidí ser Verónica, la Verónica sentada al sol, la que se acariciaba las muñecas lastimadas como pidiéndoles perdón y le contesté: - Bien, doctora, mejor. Me siento como un rayo de sol que está saliendo de una tormenta.

El baile de María (por Daktari)


 

     Es domingo y el lugar está desierto. Hace frío y el viento entra por los vidrios rotos de las ventanas, revolotea en las habitaciones y acelera en los pasillos.  El abandono es el dueño del hospital ese día, sin médicos ni enfermeras, ni visitas ni ángeles de la guarda. No hubo limpieza y en las baldosas de los corredores hay papeles, bollitos de algodón y envoltorios que el viento se encargó de arrinconar. La mucama franquera pasa al lado y  los mira sin ver, como a las telarañas que pendulan en los techos altos y a la tierra que agrisa el blanco de los azulejos.

    María tiene los ojos vendados desde la cirugía, así que no ve ni la ventana rota, ni las sábanas amarillentas y gastadas, ni el óxido donde falta la  pintura en la cabecera de la cama. Pero tiene frío y sus ochenta años saben de abandono y soledad.

     — ¿Tenés frío? –pregunta la sobrina.

     — Sí, pero la enfermera dijo que no hay más que una frazada por cama.

     La sobrina se indigna. ¡Todas las camas desocupadas y le niegan otra frazada a una anciana! Recorre las habitaciones vacías hasta que encuentra una frazada que, de tan vieja, ha perdido la lana y solo queda un entramado fibroso que desdeñan hasta las polillas. La descarta y vuelve llorando bronca y desamparo. En una puerta se lee “solo personal autorizado”  , entra y encuentra pilas de frazadas nuevas. Se lleva dos.  La abriga,  se sienta en la cama de la tía, y entre las dos rememoran una vieja foto que muestra a una María joven, veraneando en Córdoba.

     —Tenías lindas piernas. ¡No te deben haber faltado pretendientes!

     —Sí ¡y cómo me gustaba bailar! Pero antes no se mostraban las piernas como ahora. Sólo en Carnaval, si el disfraz lo permitía. Yo aprovechaba y me disfrazaba de rumbera, con una pollera con volados hasta el suelo atrás y adelante las piernas al aire. Había que ver cómo todos querían bailar conmigo, en aquel entonces.

     — ¿Qué te gustaba bailar?

     María se incorpora con una sonrisa en los labios y canta. Canta un vals. Y después otro y mueve la cabeza hacia un lado y debajo de la frazadas, los pies hacia el otro. Después le viene a la memoria un paso doble y mientras canta, levanta los brazos chasqueando los dedos. Ya está sentada en la cama y tiene las mejillas rosadas y hace abanicos con las manos en el aire.

     — ¿Querés bailar, tía? Esperá que te pongo las pantuflas—la ayuda a bajarse de la cama y le anuda las mangas de un saco tejido blanco alrededor del cuello—Vamos afuera que hay más lugar, así no chocamos con nada.

     Salieron del brazo al corredor destemplado. Todos los grises se encargaban de ensombrecerlo y el tubo fluorescente desde el techo alto, apenas rasga la oscuridad con su parpadeo moribundo.

   

     Y abrazadas bailaron valsecitos y milongas de otros tiempos, cantados a voz en cuello.

     — ¿Sabés dónde me parece que estamos?...en la glorieta de la plaza del pueblo, debajo de las glicinas.

 

     El pasillo se ensanchó en un hexágono rodeado de seis columnas blancas donde se enroscaban los tallos de las glicinas. Arriba se trenzaban formando una enramada verde claro cargada de racimos lilas. El piso era un damero blanco y negro. La gente miraba a las parejas que danzaban.  Las abejas zumbaban al compás, entre las cabezas de los bailarines y las glicinas.  El frío tuvo que irse, derrotado.

     —Un, dos…tres y un, dos…tres y un, dos… No pierdas el paso, nena. ¿Nos miran?

     —Sí, tía. Nos miran todos a nosotras.

     — ¿Escuchás la orquesta? Vos que ves, mirá con disimulo. El que toca el violín quiso ser novio mío. Pero yo era muy chica y tu abuelo no me dejó. Al final se casó con la hija de López. Pero hoy, seguro que me está mirando las piernas.

    —Sí, tía. Te está mirando.

   — ¿De qué color son las pantuflas que me pusiste, nena?

 — Son lila, tía, tu color favorito.

—  ¡Ay, qué bien que la estoy pasando! Avisame cuando estés cansada. El domingo que viene ¿me traés de vuelta y bailamos?

lunes, 13 de septiembre de 2021

Chaitén ( por Patricia F.)

    Chaitén. 

 Fotografía tomada por mi año 2012.

Quién se podría imaginar lo que acontecería unos días después, cuando ese mes de abril del año 2008, el gigante dormido en las entrañas de la tierra, empezó a dar señales de vida. 

Muchos habitantes de la zona ni siquiera sabían que esa pequeña punta asomando entre montañas era un volcán dormido; siglos, milenios sin dar señales, completamente silencioso, 9000 años pasaron exactamente desde su última erupción, cuando ese 2 de mayo por fin explotó, descargando toda su furia incontenible, vomitando lava hirviente, cenizas y fuego. 

Ese centro volcánico de pequeñas dimensiones ubicado en el oeste de Chiloé continental, a 10 km. de la ciudad de Chaitén, apenas visible, comenzó con su expulsión de cenizas. 

Como un presentimiento del desastre comenzó la evacuación forzosa, los días previos de la ciudad y sus alrededores, parecía increíble lo que sospechaban, pero sucedió. 

Dos días antes de la erupción del volcán Chaitén, hubo muchos temblores, casi 60, anunciando la catástrofe, alrededor del 30 de abril, comenzaron los sismos incrementándose en frecuencia y magnitud, para el 1 de mayo empezar a expulsar ceniza, seguidas de elevadas columnas de gas, humo y más cenizas, hasta lo inevitable, ríos de lava y piedras volcánicas deslizándose por las laderas. 

Hacia un lado el bosque devorado por el líquido hirviente que nada perdonó a su paso, por el otro el río Blanco arrastrando todo el material volcánico, ceniza en grandes cantidades, desbordando de sus márgenes y cubriendo todo a su paso hasta la ciudad misma en varias cuadras desde la orilla, como una gigantesca boa serpenteante el río devoraba todo a su paso, hasta perderse en el mar. 

Imágenes dantescas se apoderaron del lugar; las casas cubiertas de cenizas y de lodo, los bosques totalmente quemados. 

¿Quién podría imaginarlo? 

Esas casas sepultadas o semi sepultadas dejando asomar alguna parte de los muebles o electrodomésticos, jardines que fueron cuidados con amor, ahora enterrados bajo una pesada capa de ceniza gris, esa capa gris, gruesa que todo lo cubre, se llevó el color y la alegría. 

Al pasar los días, cuando todo volvió a la calma, a pesar de la oferta del gobierno chileno de comprar las propiedades a sus respectivos dueños para que pudiesen volver a empezar en otro sitio y de que muchos aceptaron y migraron, unos pocos no quisieron abandonar su hogar; empezaron a limpiar, reconstruir, sacar cenizas de los jardines y de algunos espacios, el gris empezó a desvanecerse, para dar nuevamente paso al color en paredes y las flores.  Entre tanta monotonía del gris en Chaitén algunos puntos aislados de color asomaron, y resurgieron algunas hortensias maravillosas del sur chileno, entre otras. 

El bosque de las laderas montañosas o lo que quedó de él ante tanta devastación, un cementerio triste de cientos y cientos de esqueletos negros, a causa del fuego ocasionado por la lava, que los transformó en carbones de pie y con caprichosas formas de árboles asomando por allí también de la capa gris de ceniza volcánica, que como en el pueblo lo cubrió todo, cuál mullida alfombra. 

Allí, entre tanta muerte y devastación, entre tanto negro y gris, allí, asomando un pequeño y reluciente brote verde, un helecho de los bosques, como anuncio de que todo pasa, que la vida continúa y a pesar de todo la naturaleza encuentra muy lentamente la forma de volver a surgir, a renacer. 

 

Uno entre miles. (Por Patricia F.)

  Este jueves la propuesta vuelve de la mano de Neogéminis.  Mónica nos desafía a escribir un relato titulado: 1 entre 1000, después de much...