jueves, 16 de septiembre de 2021


Per te, mamma

Por Rosana Colombo

 La somnolencia me arroja sobre el teclado y en eso, decido pellizcarme para ver si puedo abrir los ojos un rato más y continuar con las obligaciones que me vienen corriendo desde hace horas. Las obligaciones son mis acreedoras, y hasta que no les pague, no dejarán de perseguirme.

Al pellizcarme – cuestión que parece dar su resultado – la memoria comienza a dictarme al oído algo que tenía resguardado en lo profundo del alma. Ella, María, solía rozarse la pierna izquierda dando pequeños pellizcos, idénticos, rítmicos y sistemáticos, cada vez que se sentaba y no tenía una manualidad en la mano – para eso hay que utilizar ambas manos, por lo tanto el pellizco, quedaba rezagado al olvido momentáneo. Pellizcaba su pierna izquierda justo a la altura del muslo, antes de alcanzar la cadera y si alguien no se percataba de ese gesto, todas sus prendas oficiaban de vecinas chusmas, pues el desgaste, en algunas, y el agujero en otras, delataban ese movimiento que para ella era tanto inconsciente como incontrolable. Pellizcaba su pierna y luego, la misma mano se dirigía a casi peinar la ceja del mismo lado. Cuando manejaba se acentuaba, cuando miraba la tele – siempre sintió culpa de estar en reposo - en fin las veces que como dije antes, siempre que sus dos manos no se encontrasen ocupadas. Será por eso, que de por vida, su ocupación fue estar ocupada.

Yo me di cuenta mucho después del primer llanto al nacer, me di cuenta cuando tomé conciencia de mirarla detenidamente, tal vez por admiración, tal vez por la profunda impresión que me causó escuchar la historia por primera vez.

Había nacido en 1939, en unas playas lejanas de las menos populares, en Italia, una playa de aguas verdes cristalinas, mansas – no saben de olas esas playas – y de piedras bajo los pies, sin la existencia de la arena, piedras bajo los pies, y otras gigantescas decorando como testigos de tanta historia, el mar. Allá por el 44, 45, ya Italia había decidido ser aliada de Alemania y María, con sus pocos años y su corta infancia a cuestas, supo refugiarse en los sótanos que había diseminados en el pueblo para ocultarse ante el ataque enemigo. Cualquier niño añora ver pájaros en el cielo, pero jamás, que los pájaros fuesen de acero y que sus heces, fuesen a caer y explotar hasta causar el temblor del horror de todos los que todavía no entendían, por qué un grupo de personas, habían decidido partir el mundo en dos y disputárselo a fuerza de pólvora.

Un día de aquellos en que María intentaba vivir su pequeñez dentro de los cánones normales que cualquier niño puede pretender, salió a la vereda y al rato, su inocencia estalló junto a la bomba que cayó en la casa del vecino: habían llegado los soldados polacos y venían cargados de pequeñas muertes que estallaban sin pedir permiso. El saldo del ataque – puede que haya sido mucho más terrible – pero a mi me narraban una y otra vez, la aparición de un hombre, con una oreja menos, su cuerpo pintado de rojo sangre y María, atónita, la niña que se empeñaba en jugar y correr en medio de la guerra, ofició de observadora de la escena que le causo el impacto que la llevaría a cometer, el repetido acto que la hacía notar que no era la mujer perfecta que todos se empeñaban en describir, sino que tenía debilidades que ella creía imperceptibles.

La primera vez que descubrí la imperfección de mi madre, ese movimiento sutil, pero tan presente se aceleró como el corazón de un culpable al ser descubierto. Yo sabía, que cuando se hacía más persistente, sus nervios le jugaban una mala pasada. El tic oficiaba de vocero, cuando su temperamento se exaltaba, pero jamás pudo reconocerlo, ni contar que la escena del soldado polaco, iba y venía en su mente, como también venía a su mente el mar verde y transparente y esas piedras, que anhelaba pisar cada vez que amanecía.

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