sábado, 25 de septiembre de 2021

 Pensando durante el desayuno

Por Rosana


Cuatro ruedas y la carrocería azul. El transportador que me sacaba del aburrimiento, me devolvía no sólo la sonrisa que me quitaba el tedio, sino, me devolvía a la madre que las ocupaciones me sustraían a diario.

Pequeño, muy pequeño, por momentos se expandía como un globo azul, y comenzábamos a entrar de a uno, en fila india, pero antes, en el diminuto baúl, casi imperceptible, mi vieja ponía provisiones como si nos estuviésemos escapando siempre de alguna guerra. Como la vez que fuimos a Mar del Plata, y en el asiento de atrás, no nos distinguíamos, hoy dudo si tal vez, habremos respirado en ese viaje de ida y vuelta.

Para mí era el símbolo de la libertad: los domingos en Palermo, las tardes en el Ital Park, algunas veces al Parque Pereyra, el FIAT 600, llegaba a donde le indicaran sin presentar resistencia.

Una noche, desde la ventana de mi habitación vi que un extraño se subía, con el consentimiento de mi padre. En mis épocas, los niños no participaban de ese tipo de decisiones, por ende, nadie contempló la necesidad de que me despidiera de ese primer puente a  mis cortas aventuras: mi papá había vendido el “fitito”, sin siquiera sospechar, que a mi tanto me importaba.

Se fue, y con él se fueron tantos momentos vividos en la niñez que hasta entonces había durado muy poco. La famosa frase “vos no tenés por qué opinar”, reinó siempre en la mesa de casa. Gran error pensar que porque el adulto lo dictamine, la mente infantil pone freno a sus pensamientos y obedece… No pude opinar, pero si senti que el “Fitito”, se llevaba en su baúl, tantos secretos de mis primero años.


viernes, 24 de septiembre de 2021

 



Día de cumpleaños. (Por Silvy Oli)

Dame tiempo para armar un mundo

y también para habitarlo

Quiero tiempo para abrazar vientos

y cruzar arroyos

Dame relojes sin agujas que corran

para poder correr todo lo que necesito

y quiero...

Dame de esos momentos eternos

que no terminan con la campana del round.

Dejame multiplicar segundos hasta formar siglos

porque no me alcanza para decir,

para hacer,

para amar,

cantar, 

recorrer,

abrazar,

escuchar

ayudar y

renacer una y otra vez

Dame horas de mil minutos , y minutos de años

Así atravieso este escenario

sin pensar que va a caer el telón


jueves, 23 de septiembre de 2021


 

El loco Igarzábal  (por Daktari)                                                                              

    Cómo voy a saber su nombre si siempre le dijeron “el loco Igarzábal”. Era un tipo de esos que rompen los moldes. Que andan su propio camino. Un loco lindo.  Lo conocían bien en el Hospital de Niños, porque donaba sangre todos los meses y en  las Nochebuenas llegaba disfrazado de Papá Noel,  borracho y cargado de juguetes.

    El loco tenía fortuna. Una fortuna heredada.  Los envidiosos decían que la despilfarraba, que se notaba que no se había pelado el lomo consiguiéndola. Y sí, la vivía. Se la fumaba en lo que se le ocurría: regalos, minas, viajes.  

     Pasados los treinta, consiguió el primer empleo. Recorrer ferreterías por el interior para vender un pegamento recién formulado que años después sería furor. Vender no le importaba, pero sí conocer gente y lugares. Destartaló el auto en los caminos pedregosos del norte y el los lodazales del Litoral. Como no vendió ni un pomito del adhesivo, lo echaron. Respondió al sermón del gerente con un gesto obsceno y un portazo.

     Pasó por la puerta de una escuela y vio que la bandera estaba enrollada en el mástil. no tenía nada que hacer, así que entró para informar a la directora. Como todo loco, no medía riesgos: terminó trepado al mástil para desenredarla. Se ofreció para impresionar a  la secretaria que estaba buena.

 El colegio se llamaba Islas Malvinas y para seguir haciéndole el verso a la secretaria, pidió permiso para consultar la biblioteca. Durante medio año fue a leer. La secretaria nunca le dio bola, pero él  reencauzó el metejón, enamorándose de las Malvinas.

     Se obsesionó. Visitó a un tío abuelo por parte de madre que era inglés y le mangueó guita para un proyecto que involucraría a los dos países. No aclaró en qué consistía, pero embarulló al viejo lo suficiente como para que lo financiara. Se compró una avioneta y  aprendió a volar. Recopiló datos, se hizo amigo de un suboficial de la base aérea de Morón. Estudió como nunca antes lo había hecho. Mientras aprendía, usó la plata del tío en reparar un Cessna desmantelado, Lo reconstruyeron. A veces con sus propias manos, otras con la ayuda del mecánico de la Fuerza Aérea y otras muchas con las muestras del adhesivo,  que resultó ser una maravilla. Un año y medio después se sintió  listo, esperó un feriado largo y  despegó confiando en que tenía tres días antes de que se dieran cuenta.

   Voló de a tramos cortos. Paraba en los aeródromos de ciudades chicas y pagaba el combustible con puñados de billetes arrugados, para que no hicieran preguntas. Llegó a Río Gallegos y se alojó en el mejor hotel, comió todo lo que pudo y se aprovisionó de whisky: “Si es mi última semana, que sea a lo grande”, se decía. Cuando mejoró el tiempo, se largó a Malvinas.

     El loco Igarzábal se encontró suspendido entre el cielo blancuzco y el océano gris. Cada tanto veía unos pájaros grandes. Eran petreles. Los reconoció porque había uno embalsamado en la biblioteca del colegio y  mientras leía lo usaba de cenicero, poniéndole el cigarrillo en el pico entreabierto.  “Como estos pájaros que desafían al viento para llegar donde quieren, yo también tengo mi meta. Llegar a las Malvinas. Porque son  argentinas y porque…” repetía de memoria lo que había aprendido en los libros del colegio de la secretaria pulposa que no le había dado bola, pero sí un propósito en la vida… “Llegar a las islas y decirles a los ingleses, en la cara, que son unos chorros. Trepar a algún mástil  (total, ya lo hice una vez) y poner la bandera que traigo en el bolsillo, a deshilacharse al viento del sur y sacarle una foto”.

      Si lo conseguía, no importaba el después. La secretaria se iba a caer de culo cuando viera su foto en Malvinas y quizá hasta se enamorara. Emborrachándose con esos pensamientos el tiempo se le  pasó rápido y vio las islas oscuras. No eran como en los mapas, parecían más grandes y muchos islotes negros las rodeaban. Se zambulló en la primera pista que vio, que resultó ser de  la delegación militar.

     

    Lo habían visto venir y lo estaban esperando. Su euforia fue tal, que cuando puso pie en tierra, quizo abrazar con emoción a un rígido oficial que reculó, pero por la sorpresa no atinó a hacer nada. Después recordó su propósito, retrocedió, sacó del bolsillo la banderita arrugada y solicitó permiso colgarla y sacarse una foto. “Sólo eso. Me sacan una foto al lado de la bandera y me voy”.  El loco Igarzábal, que hablaba buen inglés desde la cuna desconcertó a las autoridades.

   Lo arrestaron. Estuvo varios días preso en una pequeña habitación del destacamento, mientras decidían qué hacían con él.  Lo interrogaban, él les convidaba cigarrillos, y repetía la misma historia, sin fracturas: “vine yo solo. No me manda nadie. Quiero tomarme una foto con mi bandera en las islas”. Parecía loco. Loco e inofensivo. Ninguna agencia de espionaje lo conocía. Los ingleses estaban perplejos, se mostraban rígidos, pero entre ellos sonreían del loco que parecía tan buen tipo.

    Cuando se convenció que no conseguiría izar la bandera, la hizo un rollito embadurnándola con el adhesivo que fabricaban donde lo echaron y la pegó en la parte de atrás de un cajón, bien al fondo  de la cajonera del escritorio, donde no se veía, en su alojamiento-prisión.

       Con la promesa de no volver, los ingleses le devolvieron el Cessna, le llenaron el tanque de combustible, y convencidos de  que era estaba loco, lo dejaron ir.

      Trajo las fotos de lo que se veía desde la ventana de su encierro. 

      Estuvo cerca de cuatro meses preso en el continente dando explicaciones a los servicios secretos de varios países. Nadie creía su versión, menos todavía, cuando mencionaba que  la causa de todo era una secretaria de escuela pechugona.  Al final, lo liberaron. Por loco y porque su madre conocía a un teniente coronel que intercedió en su favor.

     Volvió a Buenos Aires y pidió trabajo en la fabriquita que empezaba a vender Poxipol a rolete. Fue al colegio y se encontró con que la mina había renunciado. Ya no le importaba.

       La guerra de Malvinas lo encontró ya muy mayor y gastado por los excesos que siguió cometiendo. Aunque nadie le creía, exhibía con orgullo las fotos borrosas tomadas con la Polaroid, a través de la ventana del destacamento de Malvinas.

    Toda su vida conservó la esperanza de que los ingleses no hayan encontrado la bandera y todavía esté allá, hecha un choricito gris de aspecto metálico, detrás del cajón de un mueble del destacamento militar de Puerto Stanley.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

El bosque quemado (por Patricia F)

 El bosque quemado. (por Patricia F, La Colo)

 


                  

El cerro Pirqué y un inmenso bosque gris... 

Mi corazón se acongoja al andar por esos senderos en otros tiempos cubiertos de verde, habitados por bosques frescos y en las cumbres el cóndor silencioso, hoy como mudos testigos de las siluetas gris y negro, de una muerte roja que quemó el verde y se bebió la sabia de sus venas... 

Un desierto gris, cubriendo las laderas, donde la vida se extinguió y un manto de silencio y desolación, lo cubre todo. 

Al final el lago azul, reflejando el cielo y el gris, impertérrito, imposibilitado, impasible, ante todo... 

La reflexión, la pregunta sin respuesta: ¿cuál fue la causa, el motivo, porqué, quién? 

Es acaso el destino de los bosques el morir bajo las manos anónimas, por desidia de esos que no conocen el valor de la vida escondido en el verde o acaso el relámpago perdido en una tormenta, o tal vez... 

Preguntas sin respuesta, sólo el silencio de la muerte cubriendo el suelo y en las cumbres, el cóndor majestuoso con su vuelo. 

(Este texto lo escribí en el año 1992, recordando el último viaje que había hecho unos meses antes al sur, y la triste impresión que me dio ver las laderas de ese Cerro quemadas, en un incendio no muy lejano en el tiempo) 

Hoy sigo con las mismas preguntas, porque lejos de disminuir han ido en aumento y no sólo en el sur, en otras provincias también devorando todo a su paso, dejando muerte y desolación, esa misma tristeza me sigue acompañando, es tan fuerte la impresión, la tristeza que siento, que no puedo dejar de escribir y pensar en ello. 

Amo la naturaleza en todas sus formas y la respeto, por eso siento todo lo que siento y necesito volcarlo en un papel. 

Este trabajo en acrílico y usando hojas secas, representa un poco la tristeza que siento cuando veo bosques quemados y el verde de fondo, la esperanza de que vuelvan a brotar.