jueves, 23 de septiembre de 2021


 

El loco Igarzábal  (por Daktari)                                                                              

    Cómo voy a saber su nombre si siempre le dijeron “el loco Igarzábal”. Era un tipo de esos que rompen los moldes. Que andan su propio camino. Un loco lindo.  Lo conocían bien en el Hospital de Niños, porque donaba sangre todos los meses y en  las Nochebuenas llegaba disfrazado de Papá Noel,  borracho y cargado de juguetes.

    El loco tenía fortuna. Una fortuna heredada.  Los envidiosos decían que la despilfarraba, que se notaba que no se había pelado el lomo consiguiéndola. Y sí, la vivía. Se la fumaba en lo que se le ocurría: regalos, minas, viajes.  

     Pasados los treinta, consiguió el primer empleo. Recorrer ferreterías por el interior para vender un pegamento recién formulado que años después sería furor. Vender no le importaba, pero sí conocer gente y lugares. Destartaló el auto en los caminos pedregosos del norte y el los lodazales del Litoral. Como no vendió ni un pomito del adhesivo, lo echaron. Respondió al sermón del gerente con un gesto obsceno y un portazo.

     Pasó por la puerta de una escuela y vio que la bandera estaba enrollada en el mástil. no tenía nada que hacer, así que entró para informar a la directora. Como todo loco, no medía riesgos: terminó trepado al mástil para desenredarla. Se ofreció para impresionar a  la secretaria que estaba buena.

 El colegio se llamaba Islas Malvinas y para seguir haciéndole el verso a la secretaria, pidió permiso para consultar la biblioteca. Durante medio año fue a leer. La secretaria nunca le dio bola, pero él  reencauzó el metejón, enamorándose de las Malvinas.

     Se obsesionó. Visitó a un tío abuelo por parte de madre que era inglés y le mangueó guita para un proyecto que involucraría a los dos países. No aclaró en qué consistía, pero embarulló al viejo lo suficiente como para que lo financiara. Se compró una avioneta y  aprendió a volar. Recopiló datos, se hizo amigo de un suboficial de la base aérea de Morón. Estudió como nunca antes lo había hecho. Mientras aprendía, usó la plata del tío en reparar un Cessna desmantelado, Lo reconstruyeron. A veces con sus propias manos, otras con la ayuda del mecánico de la Fuerza Aérea y otras muchas con las muestras del adhesivo,  que resultó ser una maravilla. Un año y medio después se sintió  listo, esperó un feriado largo y  despegó confiando en que tenía tres días antes de que se dieran cuenta.

   Voló de a tramos cortos. Paraba en los aeródromos de ciudades chicas y pagaba el combustible con puñados de billetes arrugados, para que no hicieran preguntas. Llegó a Río Gallegos y se alojó en el mejor hotel, comió todo lo que pudo y se aprovisionó de whisky: “Si es mi última semana, que sea a lo grande”, se decía. Cuando mejoró el tiempo, se largó a Malvinas.

     El loco Igarzábal se encontró suspendido entre el cielo blancuzco y el océano gris. Cada tanto veía unos pájaros grandes. Eran petreles. Los reconoció porque había uno embalsamado en la biblioteca del colegio y  mientras leía lo usaba de cenicero, poniéndole el cigarrillo en el pico entreabierto.  “Como estos pájaros que desafían al viento para llegar donde quieren, yo también tengo mi meta. Llegar a las Malvinas. Porque son  argentinas y porque…” repetía de memoria lo que había aprendido en los libros del colegio de la secretaria pulposa que no le había dado bola, pero sí un propósito en la vida… “Llegar a las islas y decirles a los ingleses, en la cara, que son unos chorros. Trepar a algún mástil  (total, ya lo hice una vez) y poner la bandera que traigo en el bolsillo, a deshilacharse al viento del sur y sacarle una foto”.

      Si lo conseguía, no importaba el después. La secretaria se iba a caer de culo cuando viera su foto en Malvinas y quizá hasta se enamorara. Emborrachándose con esos pensamientos el tiempo se le  pasó rápido y vio las islas oscuras. No eran como en los mapas, parecían más grandes y muchos islotes negros las rodeaban. Se zambulló en la primera pista que vio, que resultó ser de  la delegación militar.

     

    Lo habían visto venir y lo estaban esperando. Su euforia fue tal, que cuando puso pie en tierra, quizo abrazar con emoción a un rígido oficial que reculó, pero por la sorpresa no atinó a hacer nada. Después recordó su propósito, retrocedió, sacó del bolsillo la banderita arrugada y solicitó permiso colgarla y sacarse una foto. “Sólo eso. Me sacan una foto al lado de la bandera y me voy”.  El loco Igarzábal, que hablaba buen inglés desde la cuna desconcertó a las autoridades.

   Lo arrestaron. Estuvo varios días preso en una pequeña habitación del destacamento, mientras decidían qué hacían con él.  Lo interrogaban, él les convidaba cigarrillos, y repetía la misma historia, sin fracturas: “vine yo solo. No me manda nadie. Quiero tomarme una foto con mi bandera en las islas”. Parecía loco. Loco e inofensivo. Ninguna agencia de espionaje lo conocía. Los ingleses estaban perplejos, se mostraban rígidos, pero entre ellos sonreían del loco que parecía tan buen tipo.

    Cuando se convenció que no conseguiría izar la bandera, la hizo un rollito embadurnándola con el adhesivo que fabricaban donde lo echaron y la pegó en la parte de atrás de un cajón, bien al fondo  de la cajonera del escritorio, donde no se veía, en su alojamiento-prisión.

       Con la promesa de no volver, los ingleses le devolvieron el Cessna, le llenaron el tanque de combustible, y convencidos de  que era estaba loco, lo dejaron ir.

      Trajo las fotos de lo que se veía desde la ventana de su encierro. 

      Estuvo cerca de cuatro meses preso en el continente dando explicaciones a los servicios secretos de varios países. Nadie creía su versión, menos todavía, cuando mencionaba que  la causa de todo era una secretaria de escuela pechugona.  Al final, lo liberaron. Por loco y porque su madre conocía a un teniente coronel que intercedió en su favor.

     Volvió a Buenos Aires y pidió trabajo en la fabriquita que empezaba a vender Poxipol a rolete. Fue al colegio y se encontró con que la mina había renunciado. Ya no le importaba.

       La guerra de Malvinas lo encontró ya muy mayor y gastado por los excesos que siguió cometiendo. Aunque nadie le creía, exhibía con orgullo las fotos borrosas tomadas con la Polaroid, a través de la ventana del destacamento de Malvinas.

    Toda su vida conservó la esperanza de que los ingleses no hayan encontrado la bandera y todavía esté allá, hecha un choricito gris de aspecto metálico, detrás del cajón de un mueble del destacamento militar de Puerto Stanley.

1 comentario:

  1. bueno el relato pero es para un libro demasiado largo para el mundo de hoy tendria que resumirlo

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