sábado, 5 de febrero de 2022

El anillito de mi madre ( por Patricia Fulvey)



Hola amigos les dejo mi texto, referido a la nueva propuesta del Tintero de Oro.


El anillito de mi madre. (Por Patricia F.)

En su mesita de luz mi Nonna tenía un pequeño cofre, al lado de un crucifijo de madera con un Cristo de bronce; esa mini caja forrada en cuero negro por fuera y raso rojo por dentro, encerraba, para mis ojos de niña, bellos tesoros que despertaban mi curiosidad infantil y me encantaba observar, imaginando que era una princesa que guardaba sus alhajas de una malvada bruja, que me las quería robar, siendo la habitación mi castillo. 

Mi abuela, me dejaba sacarlas a mi antojo: medallitas con imágenes religiosas traídas por mis antepasados de Italia, los gemelos de mi Nonno (con bellas piedras color violeta), una cadenita de plata con la imagen del Sagrado Corazón en oro y marquesitas, aros de plata, pero la joya más preciada para mí, quizá por su valor sentimental, era el pequeño anillito de oro de cuando mi madre era niña, con una pequeña piedrita azul brillante. 

Ese anillo era mi tesoro preferido, porque había sido de ella y al ponérmelo podía imaginar a mi mamá siendo pequeña. 

Cuando por fin me quedó, decidieron dármelo, yo lo lucía muy feliz de tanto que me gustaba, ahora la princesa tenía su anillo y podía lucirlo en su mano. Hasta que un día, a la hora de la siesta (que era obligada por aquel entonces), aburrida en la cama decidí sacármelo y me puse a jugar con él, la cuestión es que por accidente me lo tragué; por suerte pasó directo a mi estómago y no me ahogué. 

Tal fue el susto y miedo de contarlo que mentí, dije que se me había salido del dedo sin darme cuenta y lo perdí jugando en la quinta, (en aquella época vivíamos en el campo) que se había caído entre los yuyos y no pude encontrarlo. 

Mi familia me creyó, el pequeño y dorado anillo pasó a la historia..., al principio me sentía culpable de haber mentido, me habían enseñado a no mentir y las monjas del colegio decían que era pecado, así que algún día se lo confesaría al cura. 

En mi imaginación de niña pensaba que la pequeña joya estaba alojada en mis tripas y que allí se quedaría para siempre, a medida que fui creciendo me olvidé del asunto. 

Al pasar los años, siendo ya una mujer, hablando con mi madre, recordando anécdotas de mi infancia, a mi Nonna y su pequeño cofre (el cuál yo conservo) surgió el tema del anillo; entonces le conté toda la historia.  Mi madre me miró y riéndose me dijo: ¡Me lo hubieras dicho ese día, porque así podía recuperarlo!... y obviamente queridos lectores podrán imaginarse cómo.

jueves, 3 de febrero de 2022

 Y los jueves van pasando y el verano se va yendo. Para ustedes que nos leen desde el otro hemisferio, por aquí no va a comenzar la primavera, sino el otoño, pero no importa, yo me uno igual a la propuesta de LAZOS Y RAÍCES

Me transporté en el tiempo e intenté resumir algo, alguito de mi adolescencia. Un momento de la vida en que uno sufre, sufre, sufre y adolece, pero también ríe y ríe y ríe de cuestiones que sólo entendemos los que conformamos el grupo de las mejores amigas. La complicidad es un don, un regalo de Dios y ahí voy a relatar parte de esos momentos tan hermosos. 

"Camilo" (Nunca se enteró de lo mucho que nos hizo divertir y reir a carcajadas)

(Por Rosana)


Imagen extraída de la web


Corre el año 1976. Todavía no sabíamos que nuestro país estaba pasando por una de las etapas más negras que tuvo nuestra historia. Íbamos al colegio como si nada, pero el paisaje se teñía de verde oliva por todos lados. Cientos de jóvenes uniformados, ciegos de desconocimiento, eran presos de las decisiones que la Junta Militar había planeado para  nosotros. Habitualmente al bajarme del 373, en Billingurst  - todavía no había sucedido el desastre de Malvinas y la avenida se llamaba con apellido inglés – y 25 de Mayo,  una enorme fila de soldados prohibía el paso más allá, todo estaba lleno de controles, pero ese control era tan familiar que no nos borraba la sonrisa, ni las ganas de ir al colegio. Muy por el contrario y ajenas a la cuestión militar, las que me habían borrado la sonrisa eran las hermanas  de la Caridad, ellas no consideraron mi antigüedad en el colegio desde siempre, desde el jardín, y me destinaron a 1 C,  a donde iban los alumnos que ingresaban desde  afuera. Eso fue para mí traumático, porque todas mis compañeras, habían ido al A o  al B…Traumático realmente.

Esa acción totalmente totalitaria por parte de las  autoridades del colegio, provocó que apenas logré entablar conversación con ellas, las que serían mis mejores amigas, las haya tomado como el tesoro más preciado que había llegado a mí, para saciar esa desesperación que causa ser extranjero en tierra propia. A partir de que las tres comenzamos a andar juntas, puede decirse que comenzó mi adolescencia, feliz. Desconocía hasta entonces el sentido de la amistad. Desconocía hasta donde yo podía llegar a causa de la amistad.

El gris que reinaba en mi hogar me arrojó hacia los brazos de otro hogar. Uno que para mí era perfecto. Supongo que es la magia que abunda en la mente de una adolescente, suponer que hay otro hogar más perfecto que el de una misma. Digamos que con la decisión de concurrir habitualmente  a ese hogar, comenzaron varios problemas entre mi madre y yo.

Los celos de mi madre siempre fueron exagerados. Pero no los demostraba con abrazos ni caricias, no, qué va, los mostraba convirtiéndose en enemiga pública de todo aquel que yo eligiera para pasarla bien. Esa casa de la Avda. Debenedetti al 3000 era para mí un paraíso. Allí se cantaba, se reía, se tocaba la guitarra, se componían canciones, se hacían arreglos musicales, se ensayaba y se tomaba mucho mate, muchísimo, alrededor de una mesa larrrga, en una cocina inmensa con perfume a buena gente que nos recibía con gusto. Así lo vivía yo, así lo recuerdo y no soy tonta, supongo que esa perfección era percibida por mí, pero eso me bastaba para refugiarme del gris que me perseguía. Su madre, la madre de mi amiga, era una señora tan pero tan amable, sonreía con todos los dientes. Yo sabía que era una mujer recta, de poner las cosas en su lugar, pero yo sentía que su cariño por mí era verdadero. Me encantaba ir a esa casa que hoy, cada vez que atravieso la avenida, no dejo de voltear la cara hacia la derecha y me veo, nos veo reír aún y  sonrío sola con muchísima nostalgia.

Los comentarios de que allí se vivía de una manera alegre, vivaz, irritaban a mi vieja que jamás creyó que se pueda uno reír muchísimo y disfrutar. Hoy entiendo que su risa quedó atrapada entre las piedras del pueblo que la vio partir alguna vez, lo entiendo, pero sigue sin gustarme. Generalmente iba a la casa de la Avda. Debenedetti los sábados, o los domingos y para mí era una verdadera fiesta.

Hete aquí que llegado el verano del 77, los padres de mi amiga me ofrecieron ir con ellos a Mar de Ajó. Me acuerdo y sonrío aún y a veces también lloro; ese viaje me trajo tantos dolores de cabeza, tantos miedos provocados por mi madre, que hoy si volviera atrás, haría como en esos cuentos en que la protagonista  agarra dos trapos y se va sin explicaciones, y que me busquen por el noticiero nomás…

La invitación para ir a Mar de Ajó, para que se la imaginen, fue para mí como imagino que para cualquiera debe de ser ir a Disney. Recuerdo que nos habían invitado a Patri y a mí, pero ella no pudo ir no recuerdo por qué. El ser inseguro que siempre escondí se había puesto feliz por esto, yo tendría a mi amiga sola para mí durante 15 días: un sueño.  Ella se había llevado hasta el recreo, yo creo que no le quedó materia sin llevarse, a pesar de los esfuerzos de su madre y de mis sermones, se llevaba todo y después daba todo con total facilidad. Su madre me había dicho que me llevaba, pero que ella tenía que estudiar, esa era la condición. A mi nada me importaba, que estudiase, que estemos en silencio, que no hable, pero íbamos a estar juntas, como hermanas, lejos, en la playa, con ese  matrimonio que a mi tanto me quería y me hacía reír.

El sí de mi madre nunca fue convincente, jamás me dijo sí hija andá y divertite. Todo era negativo, todas las contras juntas se le imaginaban y la paz que yo necesitaba para viajar tranquila no llegaba nunca. Finalmente  el padre de mi amiga, no recuerdo cómo hizo, terminó convenciéndola y  el día llegó.

Mi adolescencia transcurrió en la Isla Maciel, una zona en que no hacían falta fuertes tormentas, sino que dos gotas eran suficientes para convertir al barrio en una pileta olímpica. La mañana en que debía viajar amaneció horrible y mis rezos y llantos traspasaban los límites terrenales. No sé que habré prometido en esa ocasión, siempre prometo no comer helado un tiempo largo para que algo se cumpla,  no sé si aquella vez fue helado o qué, la cosa que la lluvia  no cesó y a la calle había que ir en bote.

Mi padre tenía un 128. Una pieza de colección y museo que ameritaba su  amor incondicional. De pequeña pensaba que el auto tal vez, en lugar de motor, tendría alma, porque jamás vi a mi padre expresar y demostrar tanto amor por algo, o en este caso sería por ¿alguien inanimado? Creo q el auto tenía el valor de primogénito, por lo cual, al ver la tormenta dijo lo que yo no quería oír por nada del mundo: “no podés ir, se me inunda el auto.  Recordando todo esto que hoy escribo entiendo por qué jamás pude decirle “no” a nada que mi hijo necesitara. Nunca escuchó ese monosílabo salir de mi boca. Es tan doloroso recordar con qué liviandad mi papá estaba estropeando el viaje de mi vida sin importarle absolutamente nada del dolor que podía provocarme, restándole importancia a una situación que me ponía feliz, que hoy soy incapaz de decir no a nada que me pidan ni mi hijo, ni mi nieta.  En el momento de escuchar lo que él me decía, entré y conocí lo más parecido al infierno. Creo que fue el primer ataque de pánico que tuve en mi vida, bah, más que de pánico de impotencia. No podía creer que no les importara que mis vacaciones se diluyeran porque no podía entrarle agua al auto y que no pensaran una alternativa para que pudiese viajar igual.  Mi viaje hacia el infierno no fue en silencio. Obviamente, dos minutos más tarde no se sabía si el agua que había en la calle era producto de la lluvia o de mis lágrimas y los gritos que yo pegaba, llenos de frustración, apretando los puños y sin poder modificar nada. Evidentemente mi comportamiento los convenció de que mejor que se  decidiesen a partir igual porque las consecuencias serían serias. Así que partimos. Me despedí de mi madre que lloraba porque me iba, porque se le estropeaba el auto, porque la hija había elegido irse con otros…todas cuestiones para la excelente terapia que jamás inició.

Nos fuimos. No recuerdo si me importó o no, si mi viejo volvía y el auto flotaba o si no volvía, yo me estaba yendo a Disney, bah, a Mar de  Ajó.

Fueron realmente vacaciones soñadas. Todo para mí era nuevo. Conocía la playa, pero no con amigas, siempre en familia. Yo estaba con mi amiga del alma y era una realidad. Y esa magia adolescente, ese entusiasmo por estar solas y por ser en ese momento la dueña exclusiva de esa amistad, desató algunos pensamientos maléficos que hoy me arrancan varias sonrisas.

Solíamos hacer caminatas a lo largo de la costa, caminábamos y caminábamos. Un tanto para pasear y otro tanto buscando encontrar a unos chicos que jugaban al vóley en la playa que parábamos. Sólo en nuestras cabezas cabía que ellos podían mirarnos  un poco. Estábamos enamoradísimas. Teníamos 14 años y creíamos que eran los dueños de nuestros corazones para siempre. Poseíamos la exclusividad de esa vivencia y yo tenía la necesidad de que la que se había quedado en Buenos Aires, supiera que desde ese momento, yo tenía situaciones vividas con mi amiga que eran solamente nuestras y que ella estaba afuera. En una de esas caminatas, encontramos una lagartija muerta en la arena, seca dura, inerte. La levantamos y le pusimos Camilo.  Terrible generación la nuestra, el hallazgo de un ser vivo – muerto, no podía ser otro modo que un macho. Ni ahí que pensamos que podía ser una hembra, eso sería muy siglo XXI, nuestro siglo fue machista y nosotras le hacíamos honor, así que fue Camilo sin que nos importara que tal vez estábamos convirtiéndolo en transexual después de muerto.

Estamos hablando de la década del 70, ni celular, ni wifi-  Oh Dios, cómo pudimos vivir alguna vez sin wifi – ni whattsapp, ni compu, ni Facebook, ni IG ¿Qué había? Pues correo. Hojitas, lapicera, sobre, estampilla y correo. Así que nos dispusimos con lápiz y papel a escribirle a nuestra abandonada amiga, vaya a saber cuántas maldades le escribimos, pero además, partió Camilo con un fósforo en la boca, todo eso en un sobrecito un tanto hinchado y voluminoso, pero partió y llegó.

Hoy pienso cuánta maldad toda junta. Nada nos importó. Ni el dolor que le había provocado no poder venir con nosotras, ni recibir esa correspondencia tan desagradable. Pero si no hubiese existido, de qué me estaría riendo hoy, 45 años después.

Rituales de iniciación le dicen. Para mí una experiencia maravillosa en todo sentido. Siempre que recuerdo agradezco al Señor haberla podido vivir.

Muchos años después, cuando mi hijo creció jamás permití que tuviera cara de aburrido ni en casa, ni en vacaciones. Llené mi casa de sus amigos, y siempre, siempre, preparé el mate con el amor que Miguela lo hacía y juro que cada vez que me senté a la mesa con los amigos  de mi hijo la recordé y traté de que mi casa fuese de esas casa queridas, que quedan en la mente de los amigos de tus hijos, un lugar a donde se quiere volver.


lunes, 31 de enero de 2022

      Hola a todos, mi nombre es Elisabet Susana Desimone y formo parte de Artesanas de la Palabra. Quiero agradecerle a Rosana Colombo por invitarme a participar en este espacio, formando parte de este grupo precioso que nos deleita con sus creaciones. Son una inspiración. Me encantó la propuesta y acepté inmediatamente. Así que voy a encontrarme con ustedes frecuentemente. Espero lo disfruten como yo lo hago cada vez que las leo. 

     Hoy voy a comenzar contándoles que me atreví a llevar a cabo los desafíos de  "El blog de Lidia" . allí, Lidia Castro Navas propone desafíos mensuales que consisten en escribir sobre juegos de mesa. Ella da la consigna y algunos nos atrevemos a llevarlo a cabo. La propuesta de este mes de enero fue crear un microrrelato sobre la carta de un juego de mesa. 


Cómo recomenzar (por Susana)
    Después de la explosión nuclear todo quedó devastado. Aquellos que se refugiaron bajo la superficie no volvieron a salir al exterior. Fueron dejando en ese agujero su descendencia carente de memoria social y de recuerdos. ¿Habría futuro?
     Entró a la habitación del último anciano que acababa de dejarlos. Entre sus cosas encontró el “mañana”.
     Ahí, un frasco antiguo contenía una larga lista de objetos que debían resurgir para construir una nueva civilización.
     Debajo había un bloque color marrón rojizo. Cuando lo levantó dejó sus manos teñidas de polvillo.
     El papel decía: “ladrillo, amasado con tierra mojada y cocido al fuego” y una indicación, “La fotografía te dirá para qué lo usaba la humanidad. Podrás refugiarte a su sombra tú y el resto de nuestro clan”.

Imagen tomada de la web.
Hasta la próxima entrada. 



La ciudad de las rusalkas (Por Patricia F.)

  Este jueves en una nueva convocatoria el blog de Mag, La trastienda del pecado, nos propone un nuevo desafío: "En el fondo del mar&qu...