Y los jueves van pasando y el verano se va yendo. Para ustedes que nos leen desde el otro hemisferio, por aquí no va a comenzar la primavera, sino el otoño, pero no importa, yo me uno igual a la propuesta de LAZOS Y RAÍCES.
Me transporté en el tiempo e intenté resumir algo, alguito de mi adolescencia. Un momento de la vida en que uno sufre, sufre, sufre y adolece, pero también ríe y ríe y ríe de cuestiones que sólo entendemos los que conformamos el grupo de las mejores amigas. La complicidad es un don, un regalo de Dios y ahí voy a relatar parte de esos momentos tan hermosos.
"Camilo" (Nunca se enteró de lo mucho que nos hizo divertir y reir a carcajadas)
(Por Rosana)
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Imagen extraída de la web |
Corre el año 1976. Todavía no sabíamos que nuestro país
estaba pasando por una de las etapas más negras que tuvo nuestra historia.
Íbamos al colegio como si nada, pero el paisaje se teñía de verde oliva por
todos lados. Cientos de jóvenes uniformados, ciegos de desconocimiento, eran
presos de las decisiones que la Junta Militar había planeado para nosotros. Habitualmente al bajarme del 373,
en Billingurst - todavía no había sucedido
el desastre de Malvinas y la avenida se llamaba con apellido inglés – y 25 de
Mayo, una enorme fila de soldados
prohibía el paso más allá, todo estaba lleno de controles, pero ese control era
tan familiar que no nos borraba la sonrisa, ni las ganas de ir al colegio. Muy
por el contrario y ajenas a la cuestión militar, las que me habían borrado la
sonrisa eran las hermanas de la Caridad,
ellas no consideraron mi antigüedad en el colegio desde siempre, desde el
jardín, y me destinaron a 1 C, a donde
iban los alumnos que ingresaban desde
afuera. Eso fue para mí traumático, porque todas mis compañeras, habían
ido al A o al B…Traumático realmente.
Esa acción totalmente totalitaria por parte de las autoridades del colegio, provocó que apenas
logré entablar conversación con ellas, las que serían mis mejores amigas, las
haya tomado como el tesoro más preciado que había llegado a mí, para saciar esa
desesperación que causa ser extranjero en tierra propia. A partir de que las
tres comenzamos a andar juntas, puede decirse que comenzó mi adolescencia,
feliz. Desconocía hasta entonces el sentido de la amistad. Desconocía hasta
donde yo podía llegar a causa de la amistad.
El gris que reinaba en mi hogar me arrojó hacia los brazos
de otro hogar. Uno que para mí era perfecto. Supongo que es la magia que abunda
en la mente de una adolescente, suponer que hay otro hogar más perfecto que el
de una misma. Digamos que con la decisión de concurrir habitualmente a ese hogar, comenzaron varios problemas
entre mi madre y yo.
Los celos de mi madre siempre fueron exagerados. Pero no los
demostraba con abrazos ni caricias, no, qué va, los mostraba convirtiéndose en
enemiga pública de todo aquel que yo eligiera para pasarla bien. Esa casa de la
Avda. Debenedetti al 3000 era para mí un paraíso. Allí se cantaba, se reía, se
tocaba la guitarra, se componían canciones, se hacían arreglos musicales, se
ensayaba y se tomaba mucho mate, muchísimo, alrededor de una mesa larrrga, en
una cocina inmensa con perfume a buena gente que nos recibía con gusto. Así lo
vivía yo, así lo recuerdo y no soy tonta, supongo que esa perfección era
percibida por mí, pero eso me bastaba para refugiarme del gris que me
perseguía. Su madre, la madre de mi amiga, era una señora tan pero tan amable,
sonreía con todos los dientes. Yo sabía que era una mujer recta, de poner las
cosas en su lugar, pero yo sentía que su cariño por mí era verdadero. Me
encantaba ir a esa casa que hoy, cada vez que atravieso la avenida, no dejo de
voltear la cara hacia la derecha y me veo, nos veo reír aún y sonrío sola con muchísima nostalgia.
Los comentarios de que allí se vivía de una manera alegre,
vivaz, irritaban a mi vieja que jamás creyó que se pueda uno reír muchísimo y
disfrutar. Hoy entiendo que su risa quedó atrapada entre las piedras del pueblo
que la vio partir alguna vez, lo entiendo, pero sigue sin gustarme.
Generalmente iba a la casa de la Avda. Debenedetti los sábados, o los domingos
y para mí era una verdadera fiesta.
Hete aquí que llegado el verano del 77, los padres de mi
amiga me ofrecieron ir con ellos a Mar de Ajó. Me acuerdo y sonrío aún y a
veces también lloro; ese viaje me trajo tantos dolores de cabeza, tantos miedos
provocados por mi madre, que hoy si volviera atrás, haría como en esos cuentos
en que la protagonista agarra dos trapos
y se va sin explicaciones, y que me busquen por el noticiero nomás…
La invitación para ir a Mar de Ajó, para que se la imaginen,
fue para mí como imagino que para cualquiera debe de ser ir a Disney. Recuerdo
que nos habían invitado a Patri y a mí, pero ella no pudo ir no recuerdo por
qué. El ser inseguro que siempre escondí se había puesto feliz por esto, yo
tendría a mi amiga sola para mí durante 15 días: un sueño. Ella se había llevado hasta el recreo, yo
creo que no le quedó materia sin llevarse, a pesar de los esfuerzos de su madre
y de mis sermones, se llevaba todo y después daba todo con total facilidad. Su
madre me había dicho que me llevaba, pero que ella tenía que estudiar, esa era
la condición. A mi nada me importaba, que estudiase, que estemos en silencio,
que no hable, pero íbamos a estar juntas, como hermanas, lejos, en la playa,
con ese matrimonio que a mi tanto me
quería y me hacía reír.
El sí de mi madre nunca fue convincente, jamás me dijo sí
hija andá y divertite. Todo era negativo, todas las contras juntas se le
imaginaban y la paz que yo necesitaba para viajar tranquila no llegaba nunca. Finalmente el padre de mi amiga, no recuerdo cómo hizo,
terminó convenciéndola y el día llegó.
Mi adolescencia transcurrió en la Isla Maciel, una zona en que
no hacían falta fuertes tormentas, sino que dos gotas eran suficientes para
convertir al barrio en una pileta olímpica. La mañana en que debía viajar
amaneció horrible y mis rezos y llantos traspasaban los límites terrenales. No
sé que habré prometido en esa ocasión, siempre prometo no comer helado un
tiempo largo para que algo se cumpla, no
sé si aquella vez fue helado o qué, la cosa que la lluvia no cesó y a la calle había que ir en bote.
Mi padre tenía un 128. Una pieza de colección y museo que
ameritaba su amor incondicional. De
pequeña pensaba que el auto tal vez, en lugar de motor, tendría alma, porque
jamás vi a mi padre expresar y demostrar tanto amor por algo, o en este caso
sería por ¿alguien inanimado? Creo q el auto tenía el valor de primogénito, por
lo cual, al ver la tormenta dijo lo que yo no quería oír por nada del mundo: “no podés ir, se me inunda el auto.” Recordando todo esto que hoy escribo entiendo
por qué jamás pude decirle “no” a nada que mi hijo necesitara. Nunca escuchó
ese monosílabo salir de mi boca. Es tan doloroso recordar con qué liviandad mi
papá estaba estropeando el viaje de mi vida sin importarle absolutamente nada
del dolor que podía provocarme, restándole importancia a una situación que me
ponía feliz, que hoy soy incapaz de decir no a nada que me pidan ni mi hijo, ni
mi nieta. En el momento de escuchar lo
que él me decía, entré y conocí lo más parecido al infierno. Creo que fue el
primer ataque de pánico que tuve en mi vida, bah, más que de pánico de
impotencia. No podía creer que no les importara que mis vacaciones se diluyeran
porque no podía entrarle agua al auto y que no pensaran una alternativa para
que pudiese viajar igual. Mi viaje hacia
el infierno no fue en silencio. Obviamente, dos minutos más tarde no se sabía
si el agua que había en la calle era producto de la lluvia o de mis lágrimas y
los gritos que yo pegaba, llenos de frustración, apretando los puños y sin
poder modificar nada. Evidentemente mi comportamiento los convenció de que
mejor que se decidiesen a partir igual
porque las consecuencias serían serias. Así que partimos. Me despedí de mi
madre que lloraba porque me iba, porque se le estropeaba el auto, porque la
hija había elegido irse con otros…todas cuestiones para la excelente terapia
que jamás inició.
Nos fuimos. No recuerdo si me importó o no, si mi viejo
volvía y el auto flotaba o si no volvía, yo me estaba yendo a Disney, bah, a
Mar de Ajó.
Fueron realmente vacaciones soñadas. Todo para mí era nuevo.
Conocía la playa, pero no con amigas, siempre en familia. Yo estaba con mi
amiga del alma y era una realidad. Y esa magia adolescente, ese entusiasmo por
estar solas y por ser en ese momento la dueña exclusiva de esa amistad, desató
algunos pensamientos maléficos que hoy me arrancan varias sonrisas.
Solíamos hacer caminatas a lo largo de la costa, caminábamos
y caminábamos. Un tanto para pasear y otro tanto buscando encontrar a unos
chicos que jugaban al vóley en la playa que parábamos. Sólo en nuestras cabezas
cabía que ellos podían mirarnos un poco.
Estábamos enamoradísimas. Teníamos 14 años y creíamos que eran los dueños de
nuestros corazones para siempre. Poseíamos la exclusividad de esa vivencia y yo
tenía la necesidad de que la que se había quedado en Buenos Aires, supiera que
desde ese momento, yo tenía situaciones vividas con mi amiga que eran solamente
nuestras y que ella estaba afuera. En una de esas caminatas, encontramos una
lagartija muerta en la arena, seca dura, inerte. La levantamos y le pusimos
Camilo. Terrible generación la nuestra,
el hallazgo de un ser vivo – muerto, no podía ser otro modo que un macho. Ni
ahí que pensamos que podía ser una hembra, eso sería muy siglo XXI, nuestro
siglo fue machista y nosotras le hacíamos honor, así que fue Camilo sin que nos
importara que tal vez estábamos convirtiéndolo en transexual después de muerto.
Estamos hablando de la década del 70, ni celular, ni
wifi- Oh Dios, cómo pudimos vivir alguna
vez sin wifi – ni whattsapp, ni compu, ni Facebook, ni IG ¿Qué había? Pues
correo. Hojitas, lapicera, sobre, estampilla y correo. Así que nos dispusimos
con lápiz y papel a escribirle a nuestra abandonada amiga, vaya a saber cuántas
maldades le escribimos, pero además, partió Camilo con un fósforo en la boca,
todo eso en un sobrecito un tanto hinchado y voluminoso, pero partió y llegó.
Hoy pienso cuánta maldad toda junta. Nada nos importó. Ni el
dolor que le había provocado no poder venir con nosotras, ni recibir esa
correspondencia tan desagradable. Pero si no hubiese existido, de qué me
estaría riendo hoy, 45 años después.
Rituales de iniciación le dicen. Para mí una experiencia
maravillosa en todo sentido. Siempre que recuerdo agradezco al Señor haberla
podido vivir.
Muchos años después, cuando mi hijo creció jamás permití que
tuviera cara de aburrido ni en casa, ni en vacaciones. Llené mi casa de sus
amigos, y siempre, siempre, preparé el mate con el amor que Miguela lo hacía y
juro que cada vez que me senté a la mesa con los amigos de mi hijo la recordé y traté de que mi casa
fuese de esas casa queridas, que quedan en la mente de los amigos de tus hijos,
un lugar a donde se quiere volver.