Es domingo
y el lugar está desierto. Hace frío y el viento entra por los vidrios rotos de
las ventanas, revolotea en las habitaciones y acelera en los pasillos. El abandono es el dueño del hospital ese día,
sin médicos ni enfermeras, ni visitas ni ángeles de la guarda. No hubo limpieza
y en las baldosas de los corredores hay papeles, bollitos de algodón y
envoltorios que el viento se encargó de arrinconar. La mucama franquera pasa al
lado y los mira sin ver, como a las
telarañas que pendulan en los techos altos y a la tierra que agrisa el blanco
de los azulejos.
María tiene
los ojos vendados desde la cirugía, así que no ve ni la ventana rota, ni las
sábanas amarillentas y gastadas, ni el óxido donde falta la pintura en la cabecera de la cama. Pero tiene
frío y sus ochenta años saben de abandono y soledad.
— ¿Tenés
frío? –pregunta la sobrina.
— Sí, pero
la enfermera dijo que no hay más que una frazada por cama.
La sobrina
se indigna. ¡Todas las camas desocupadas y le niegan otra frazada a una anciana!
Recorre las habitaciones vacías hasta que encuentra una frazada que, de tan
vieja, ha perdido la lana y solo queda un entramado fibroso que desdeñan hasta
las polillas. La descarta y vuelve llorando bronca y desamparo. En una puerta se lee “solo personal autorizado” , entra y encuentra pilas de frazadas
nuevas. Se lleva dos. La abriga, se sienta en la cama de la tía, y entre las
dos rememoran una vieja foto que muestra a una María joven, veraneando en
Córdoba.
—Tenías
lindas piernas. ¡No te deben haber faltado pretendientes!
—Sí ¡y cómo
me gustaba bailar! Pero antes no se mostraban las piernas como ahora. Sólo en Carnaval,
si el disfraz lo permitía. Yo aprovechaba y me disfrazaba de rumbera, con una
pollera con volados hasta el suelo atrás y adelante las piernas al aire. Había
que ver cómo todos querían bailar conmigo, en aquel entonces.
— ¿Qué te
gustaba bailar?
María se incorpora con una sonrisa en los
labios y canta. Canta un vals. Y después otro y mueve la cabeza hacia un lado y
debajo de la frazadas, los pies hacia el otro. Después le viene a la memoria un
paso doble y mientras canta, levanta los brazos chasqueando los dedos. Ya está
sentada en la cama y tiene las mejillas rosadas y hace abanicos con las manos
en el aire.
— ¿Querés
bailar, tía? Esperá que te pongo las pantuflas—la ayuda a bajarse de la cama y le
anuda las mangas de un saco tejido blanco alrededor del cuello—Vamos afuera que
hay más lugar, así no chocamos con nada.
Salieron del brazo al corredor destemplado.
Todos los grises se encargaban de ensombrecerlo y el tubo fluorescente desde el
techo alto, apenas rasga la oscuridad con su parpadeo moribundo.
Y abrazadas bailaron valsecitos y milongas de
otros tiempos, cantados a voz en cuello.
— ¿Sabés dónde
me parece que estamos?...en la glorieta de la plaza del pueblo, debajo de las
glicinas.
El pasillo se ensanchó en un hexágono
rodeado de seis columnas blancas donde se enroscaban los tallos de las
glicinas. Arriba se trenzaban formando una enramada verde claro cargada de
racimos lilas. El piso era un damero blanco y negro. La gente miraba a las
parejas que danzaban. Las abejas
zumbaban al compás, entre las cabezas de los bailarines y las glicinas. El frío tuvo que irse, derrotado.
—Un,
dos…tres y un, dos…tres y un, dos… No pierdas el paso, nena. ¿Nos miran?
—Sí, tía. Nos miran todos a nosotras.
— ¿Escuchás la orquesta? Vos que ves, mirá
con disimulo. El que toca el violín quiso ser novio mío. Pero yo era muy chica
y tu abuelo no me dejó. Al final se casó con la hija de López. Pero hoy, seguro
que me está mirando las piernas.
—Sí, tía. Te está mirando.
— ¿De qué color son las pantuflas que me
pusiste, nena?
— Son lila, tía, tu color favorito.
— ¡Ay, qué bien que la estoy pasando! Avisame
cuando estés cansada. El domingo que viene ¿me traés de vuelta y bailamos?
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