martes, 14 de septiembre de 2021

 


Verónica y yo (Por Silvy)

 

La sala de espera de la clínica estaba vacía cuando llegué. En recepción me avisaron que mi psiquiatra se demoraría por la tormenta así que me dispuse a esperar con paciencia. Mientras tanto, repasaba en mi mente lo que debía contarle: el insomnio, los sueños recurrentes, la sensación de fracaso, mi falta de ganas para todo y mi necesidad de nada. La astenia que sentía ante cualquier propuesta de salir. Mis lágrimas persistentes, el dolor punzante del corazón y mi necesidad de dormir horas, días… meses.

No me di cuenta en qué momento entró ni cuando se ubicó justo enfrente de mí. Tenía el pelo largo y ondeado cubriéndole los hombros. Su cabeza gacha observando las manos apoyadas en su regazo. Se estiraba las mangas de su sweater constantemente. Parecía tener frío.

Yo necesitaba concentrarme en mi lista mental de síntomas. Todo un mes de recuerdos para contestar en el interrogatorio que serviría de llave  para obtener mis pastillas. Siempre olvidaba algo. En la consulta anterior había omitido la taquicardia y los ahogos nocturnos.

Se paró de pronto y se acercó a la ventana, apoyó su frente contra el vidrio frío y con su aliento lo empañó. Una enfermera entró de pronto, la tomó del brazo y la acompañó nuevamente a su asiento. Escuché nombrarla - Verónica, quédate sentada, en un momento te verá el doctor.

No quise mirarla, pero no pude evitar ver sus ojos claros, su espalda encorvada y el imperceptible temblor de su pierna derecha. Sus uñas comidas hasta la carne y esa palidez que le daba un aspecto de ninfa.

Levantó la mirada y la clavó en mis ojos  y un rictus parecido a una sonrisa apareció en sus labios.

Hola – me dijo.

Hola – contesté.

No sé por qué la sentí familiar, como si ya hubiéramos hablado en otro momento.

¿Por qué estás aquí? Preguntó.- Tengo turno con la doctora Enriquez,  a las dos, pero está retrasada. ¿Y vos? – Indagué- ¿a qué hora tenés turno?

Yo vivo acá – respondió

Fue entonces que lo vi, cuando levantó los brazos para correrse el pelo de la cara. Las muñecas vendadas mostraban el motivo de su estadía allí.

Se dio cuenta de que lo noté, sacudió su mano como quitando importancia y me dijo: simplemente quería dormir horas, días… meses. Esta era la forma segura de hacerlo. Ya no quería llorar más ni  extrañar a nadie (porque no había nadie a quién extrañar). Estaba cansada del aburrimiento, de la falta de ganas de todo.

Lo dijo con una calma extraña para hablar de sus ganas de no existir. No había nervios, ni angustia, ni arrepentimiento.

-¿Y vos, por qué venís? Preguntó.

Y me dio vergüenza contarle que no podía lidiar con mi frustración y que no había tenido su valentía (o cobardía) para terminar con ese montón de sensaciones extrañas que me invadían todos los días y que buscaban solución en una minúscula pastilla blanca.

-Control, respondí.

¡Qué coincidencia!, me dijo. El no poder controlar mi angustia fue lo que me trajo aquí, así que yo también estoy por control.

Levantó la cabeza y miró por la ventana. Había dejado de llover y un débil rayo de sol iluminó su rostro. Sonrió, cerró los ojos como disfrutando el calor tibio que la acariciaba.

Mi doctora llegó. Me hizo pasar disculpándose por la demora. Me preguntó cómo estaba, si seguía con las pastillas, si dormía mejor. Y entonces decidí ser Verónica, la Verónica sentada al sol, la que se acariciaba las muñecas lastimadas como pidiéndoles perdón y le contesté: - Bien, doctora, mejor. Me siento como un rayo de sol que está saliendo de una tormenta.

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