Verónica y yo (Por Silvy)
La sala de espera de la clínica estaba vacía cuando llegué.
En recepción me avisaron que mi psiquiatra se demoraría por la tormenta así que
me dispuse a esperar con paciencia. Mientras tanto, repasaba en mi mente lo que
debía contarle: el insomnio, los sueños recurrentes, la sensación de fracaso,
mi falta de ganas para todo y mi necesidad de nada. La astenia que sentía ante
cualquier propuesta de salir. Mis lágrimas persistentes, el dolor punzante del
corazón y mi necesidad de dormir horas, días… meses.
No me di cuenta en qué momento entró ni cuando se ubicó
justo enfrente de mí. Tenía el pelo largo y ondeado cubriéndole los hombros. Su
cabeza gacha observando las manos apoyadas en su regazo. Se estiraba las mangas
de su sweater constantemente. Parecía tener frío.
Yo necesitaba concentrarme en mi lista mental de síntomas.
Todo un mes de recuerdos para contestar en el interrogatorio que serviría de
llave para obtener mis pastillas.
Siempre olvidaba algo. En la consulta anterior había omitido la taquicardia y
los ahogos nocturnos.
Se paró de pronto y se acercó a la ventana, apoyó su frente
contra el vidrio frío y con su aliento lo empañó. Una enfermera entró de
pronto, la tomó del brazo y la acompañó nuevamente a su asiento. Escuché
nombrarla - Verónica, quédate sentada, en un momento te verá el doctor.
No quise mirarla, pero no pude evitar ver sus ojos claros,
su espalda encorvada y el imperceptible temblor de su pierna derecha. Sus uñas
comidas hasta la carne y esa palidez que le daba un aspecto de ninfa.
Levantó la mirada y la clavó en mis ojos y un rictus parecido a una sonrisa apareció
en sus labios.
Hola – me dijo.
Hola – contesté.
No sé por qué la sentí familiar, como si ya hubiéramos
hablado en otro momento.
¿Por qué estás aquí? Preguntó.- Tengo turno con la doctora
Enriquez, a las dos, pero está
retrasada. ¿Y vos? – Indagué- ¿a qué hora tenés turno?
Yo vivo acá – respondió
Fue entonces que lo vi, cuando levantó los brazos para
correrse el pelo de la cara. Las muñecas vendadas mostraban el motivo de su
estadía allí.
Se dio cuenta de que lo noté, sacudió su mano como quitando
importancia y me dijo: simplemente quería dormir horas, días… meses. Esta era
la forma segura de hacerlo. Ya no quería llorar más ni extrañar a nadie (porque no había nadie a
quién extrañar). Estaba cansada del aburrimiento, de la falta de ganas de todo.
Lo dijo con una calma extraña para hablar de sus ganas de no
existir. No había nervios, ni angustia, ni arrepentimiento.
-¿Y vos, por qué venís? Preguntó.
Y me dio vergüenza contarle que no podía lidiar con mi
frustración y que no había tenido su valentía (o cobardía) para terminar con
ese montón de sensaciones extrañas que me invadían todos los días y que
buscaban solución en una minúscula pastilla blanca.
-Control, respondí.
¡Qué coincidencia!, me dijo. El no poder controlar mi
angustia fue lo que me trajo aquí, así que yo también estoy por control.
Levantó la cabeza y miró por la ventana. Había dejado de
llover y un débil rayo de sol iluminó su rostro. Sonrió, cerró los ojos como
disfrutando el calor tibio que la acariciaba.
Mi doctora llegó. Me hizo pasar disculpándose por la demora.
Me preguntó cómo estaba, si seguía con las pastillas, si dormía mejor. Y
entonces decidí ser Verónica, la Verónica sentada al sol, la que se acariciaba
las muñecas lastimadas como pidiéndoles perdón y le contesté: - Bien, doctora,
mejor. Me siento como un rayo de sol que está saliendo de una tormenta.
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