domingo, 5 de septiembre de 2021

Puepermont, un lugar perdido (por Poppy)

             Por lo general algunas casas antiguas tienen su leyenda.

            Pues, así las cosas, éste es el caso de un pequeño pueblo perdido entre las montañas escarpadas de los Alpes. Puepermont.

            Sus casas bajas de paredes arcillosas y con techos de teja pizarra, forman un círculo perfecto alrededor del aljibe, que con varios siglos en su haber, corona la pequeña y única plaza del lugar.

            Dicen que de esa antigüedad, salen las almas errantes a buscar su hogar.

            Cuentan que por las noches, los habitantes se guardan en sus casas y ni osan correr las cortinas para mirar hacia la oscuridad. Solo esas almas perdidas son las únicas que se atreven a dar un paseo nocturno.

            Son ellas las que con sus murmullos, sus llantos, sus golpes y sus pasos se hacen escuchar para que las guíen hacia su destino.

            Señalan que, hace unos años, un forastero recién llegado a Puepermont se aventuró a disfrutar de la noche y fue sorprendido por almas errantes que le causaron tal pavor que llegó a perderse y se lo encontró en posición fetal entre unos arbustos, con la mirada perdida y su pelo totalmente emblanquecido. 

            También, dicen que el desdichado tuvo por morada final un manicomio en donde rogó que nunca apagasen la luz, sin darse cuenta de que con eso no evitaba que su ida se extinguiera de a poco.

            ¿Quiénes son esas ánimas?

Es uno de los tantos interrogantes que anoté en mi libreta.

Los habitantes de Puepermont afirman que son las almas de aquellas personas que, al morirse, no quisieron abandonar el lugar en donde habitaron. Unos piensan que les quedó alguna cuestión pendiente, otros dicen que se perdieron en el camino al más allá, y pocos alegan que su sola existencia se debe al haber tenido una muerte trágica.

Los visitantes dicen que es todo una fantasía de las mentes aburridas de los pueblerinos.

            Pero hete aquí, que me tocó a mí experimentar un encuentro cercano con algunas de ellas.

            Era mi primera visita a Puepermont para estudiar el caso paranormal que tanto me fascina, y como encargado de la editorial de la sección "curiosidades" del diario El Portavoz de mi ciudad, tenía que escribir al respecto.

            Llegué una mañana de primavera, en donde todo presagiaba normalidad, pues las personas iban y venían como si nada las perturbara.

            Me acomodé en el único hotel familiar del lugar, y salí a recorrer con mi libreta en mano. Las calles eran de tierra, a las cuales le habían tirado una capa de piedritas para mejorar su estado y hacerlas más transitables. Las zanjas, a sus costados, delimitaban las veredas de pasto que le daban un toque pintoresco al lugar.

            Como el pueblo no era muy extenso, y yo ya había merodeado por los alrededores, me propuse a encontrar testimonios. Con mi entusiasmo, emprendí la caminata laboral.

            ¡Imposible! Todos esquivaban la respuesta. Todos cortaban la conversación, alegando una excusa vana y me dejaban solo con mi grabadora en mano y la cinta corriendo.

            Caída la noche, y más perdido que perro en cancha de bochas, salí a dar vueltas por la pequeña plaza del lugar, que solo unos pocos faroles iluminaban, pues nada me hacía indicar que la leyenda fuese cierta; era solo un mito.

Pasado un cuarto de hora, y entre mis Chesterfield y mis pensamientos sombríos sobre el fracaso de mi artículo, empecé a escuchar pasos que se acercaban hacia mí. Giré la cabeza y ahí, la ví a ella. Era una mujer de pelo muy largo y blanco, vestida del mismo color que su cabello y de falda tan larga como este mismo.

Me miraba.

Nada dijo, solo me miraba.

En un santiamén, saqué la máquina de fotos que tenía colgada de mi cuello, y disparé. El flash me encegueció y quedé solo. La figura blanca impoluta se había ido.

Ansioso por ir a revelar la foto, pegué la vuelta y me topé cara a cara con un hombres vestido de frac de color negro portando una galera de igual tono. Su bigote de corte extraño y color blanco como la nieve, enmarcaba su cara. También me miraba.

De repente, escuché golpes y pasos lejanos que se iban acercando, y el susurro de la voz que provenía del hombre que me decía: -¡Huye, ponte a salvo ya! ¡Huye, ponte a salvo ya!

Sorprendido, y sin pensarlo dos veces, comencé a caminar a paso ligero hacia la posada ubicada en la esquina, y entré como una saeta al vestíbulo. Temblando de miedo y de emoción, y a pura adrenalina, subí hacia el dormitorio y me acerqué a la ventana. Al correr la cortina, aprecié cómo esas almas en pena, esas almas errantes, se juntaban alrededor del aljibe buscando con su mirada, el lugar correcto al que ellas llamaban su hogar.

            Ya entrada el alba, vi cómo, una a una, desaparecían.

Entonces cerré las cortinas, me acosté en la cama y me dormí.-

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