martes, 22 de febrero de 2022

Abrazo abrazador (Por Silvy Olivieri)

 


 




Laura había salido a trabajar, como todos los días; dejó las compras hechas para que, al llegar su cuñada, no tuviera que salir con los chicos. Lauti y  Guada dormían en sus camas cuando Gloria llegó para cuidarlos. Esta vez la tuvo que hacer venir más temprano que de costumbre, su jefe le había pedido que llegara a las ocho para comenzar con el inventario.

Ambas se saludaron furtivamente. Gloria, estrenando sus dieciséis años ese día, intentaba mostrar su mejor cara de despierta, aunque sus ojeras y su pelo revuelto delataban sus escasas horas de sueño.

Todo está ahí, Glo – dijo Laura. No necesitás salir. La leche está en el estante de arriba, compré galletitas y para el mediodía hay pollo al horno ya listo. Solo prepará el puré.

Sí, sí – contestó Gloria, fastidiada por la demora de su cuñada -. Ella sol quería quedarse sola y terminar de dormir lo que le faltaba.

No era fácil criar dos hijos sola, jamás había pensado que así sería cuando decidió mudarse a Córdoba para escapar del ruido ensordecedor de Buenos Aires. Poder mirar las sierras cada mañana, sentir el canto de los pájaros, ver a los chicos correr libres sin miedo era lo que le daba fuerzas para seguir cada día. Nunca pensó que iba a tener un marido ausente y  despreocupado de sus hijos ni que tendría  que luchar tanto para por fin tener su casa; pequeña, de madera, con lo justo y necesario pero suya.

Cuando llegó a la oficina notó que había olvidado el celular enchufado en su habitación. Esa maldita manía de usarlo como agenda, no tenía forma de recordar el teléfono de Gloria para advertirle ni para saber si necesitaba algo. Y la adolescente no tenía los teléfonos de línea de las oficinas. ¡Tantas veces que pensó en anotárselos y siempre se olvidaba!

Confió que ante cualquier circunstancia, su cuñadita llamaría a su madre que estaba a solo veinte minutos de la vivienda.  Era un día terrible en la oficina, sin tiempo para cafés, ni preocupaciones externas al inventario.

Al dar las cinco, se apresuró a agarrar sus cosas y llegar a la parada del único colectivo que la llevará a su pueblo. Si perdía el que pasaba a las cinco y veinte, debería esperar una hora hasta poder tomar el próximo.  Había trabajado demasiado por ser lunes y lo único que quería era llegar a su casa, prepararse unos mates y mirar tele con los chicos. Los dibujos animados eran un buen relax  para su cabeza llena de números, fotocopias, órdenes y llamadas.

A medida que se iba acercando al pueblo, comenzó a ver la humareda que se alzaba por encima de los árboles. El colectivo se corrió a un costado de la ruta para dejar pasar a los camiones de bomberos que raudamente pasaron a su lado, aullando con su sirena y levantando polvo.

El micro la dejaba a ocho cuadras de su propiedad, pero a medida que se iba acercando a la parada, sintió que el corazón le latía con más fuerza. Ese humo espeso que empezaba a arderle en los ojos se distinguía en dirección a su hogar.

Corrió. No recuerda cuánto, ni como lo hizo con sus zapatos de tacón. Corrió como desaforada empujando a quien se cruzara a su paso. No supo en qué momento tiró su cartera ni el saco que llevaba en la mano, no se percató de que perdió un zapato en esa loca carrera para llegar a ver lo que no quería ver.

Su casa no estaba. Literalmente no estaba. Apenas un par de hierros retorcidos se podían identificar entre medio de las maderas quemadas y el denso cortinado negro de cenizas. Se lanzó desesperada y unas manos intentaron retenerla. Pero Laura solo quería entrar allí donde ya no quedaban puertas ni ventanas, ni nada. No sintió el calor de las llamas que aún ardían, sus ojos se acostumbraron al humo y gritó con todas sus fuerzas ¡Mis hijos!

Cayó de rodillas, sin aliento ni para llorar. El mundo se había roto en mil pedazos y todo por lo que había luchado se volaba con la brisa de las sierras.

Sintió una leve caricia en su cabeza gacha y unas pequeñas manitos tiznadas que se prendían a su cuello. Cuatro brazos se enredaron en su cuerpo y sintió que volvió a parir. Ahí estaban Lauti y Guada, con sus caritas morenas iluminando la oscuridad y la desolación. No había perdido todo, no había perdido nada, porque todo estaba allí, entre sus brazos.

 

9 comentarios:

  1. ¡Uf, qué duro! He sufrido con ella desde que baja del autobús, has sabido muy bien transmitir la angustia. Y ese final, no había perdido nada...me ha encantado.
    Besos.

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  2. Horrible, qué duro por Dios. Ellos se salvan pero es un recomenzar de cero.

    Un abarzo

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  3. Horribles segundos, afortunadamente lo importante estaba bien. Un abrazo

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  4. Fuerte, muy fuerte, pero lleno de imágenes que llevan a querer seguir leyendo, a socorrer a esa madre a ayudarla a salir adelante. Muy bueno
    Rosana

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  5. Un relato desolador, pero esperanzador porque es cierto lo material se suple las perdonas no y allí estaba el amor de sus hijos. Un fuerte abrazo.

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  6. El tesoro más importante estaba a salvo, muy buen relato!

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  7. Ay, por Dios! por un momento empece a imaginar lo peor de lo peor, al final por suerte lo verdaderamente importante estaba bien. Aveces las cosas no son lo que habiamos imaginado y a nuestro hogar le pueden faltar detalles pero si nuestros seres queridos estan bien, todo esta bien en el mundo!
    Buen relato, saludos!!

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  8. Hola compatriota me has encantado
    escribes muy simple real y bello te dejo mis huellas por si quieres conocerme
    Un abrazo a mi tierra

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  9. Excelente relato. Creo que corri con ella y me flto la respiración. Gracias por compartirlo. Muy bello. Susana

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