Me uno a la convocatoria de este jueves con un relato sabrosísimo
"Coco por todos lados", por Rosana
Desde entonces, no hay vez que huela coco rallado que no recuerde ese día. Era uno de los cumpleaños de mi madre, un 25 de noviembre de algún año. La tía Irma, esposa del hermano de mi abuelo paterno, una entrerriana muy particular y con unas dotes culinarias maravillosas, llegó a casa a saludarla. Ella conocía las delicias que mi vieja preparaba, compartían esa fascinación, sabía que le gustaba muchísimo la repostería. Entró con un gran paquete en la mano, se notaba por la forma circular y la altura que era algo comestible. ¿Una bandeja de masas?, ¿bombas de crema chantilly?, no, una torta cocada. Todo estaba envuelto con un pulcro papel de almacén gigante y nuevo - se usaba tener resmas para envolver esas cuestiones -, con muchas vueltas y esas bandas acartonadas para que la confitura no sufriera ningún deterioro.
Todos estábamos espectantes. La fama del tío Felix en la cocina era muchísima, pero su esposa, la tía Irma, también había desarrollado esas virtudes gastronómicas y cada vez que aparecía, toda la familia se avalanzaba para primero abrir los ojos muy grandes y luego, la boca más grande aún, una escena parecida a los pollitos recién nacidos detrás de la mamá gallina.
Lentamente, como la tía solía hacerlo mientras esbozaba una sonrisa cómplice con ella misma, fue deshojando el regalo, lo apoyó muy, pero muy despacio sobre la mesa, como quien posa a un recién nacido en la cuna por primera vez. A esta altura ustedes estarán pensando: pero bah, si finalmente es una torta y se la habrán comido, mordido, tragado y hecho migajas.
El tema, queridísimos lectores, es que la gastronomía es un arte, un arte que se va construyendo despacio, y como todo, requiere de su tiempo y sacrificio para lograr una pieza única y exitosa, no importa cuánto va a durar sobre la mesa.
Tomó el cuchillo grande y dentado, el que era propio para estos menesteres - mi madre no hubiera utilizado otro, en casa no había dinero de sobra, pero sí, costumbres refinadas -, tomó la espátula, la que mi padre había hecho en el taller, en forma de hoja y con mango repujado, fue tomando los platos de té de porcelana, y nos fue sirviendo muy despacio y no dejaba de dejarnos entrever una risa burlona, la que espectante, esperaba al acecho los suspiros de los convidados al festín. Cada porción era un trozo de espuma amarilla, de unos siete cm de altura de las cuales emanaba un embriagador aroma a un dulce y auténtico coco de excelente calidad. No eran porciones uniformes , a pesar de que todo era un festival de coco, podían diferenciarse tres capas: bizcochuelo de verdadera manteca, una parte más húmeda y una mermelada brillosa que enceguecía al más ciego. ¿Que exagero? Yo habré tenido unos trece años y aún puedo ver y oler ese momento mágico y familiar.
Ahí surgió la pregunta: -¿Cómo la hiciste?
La tía, miró a mi madre por encima de sus anteojos negros y le dijo: en el papelito está la receta, ese es mi regalo de cumpleaños, no la torta, la receta es lo más valioso y espero la guardes y no la compartas, salvo que sepas que alguien va a apreciarla tanto que lo merezca para su cumpleaños.
Olores, sabores, primavera de noviembre, el comedor de mi casa de la Isla Maciel, esas grandes mujeres que ya no están y el poder del aroma del coco que me las trae y me las regala nuevamente.
Rosana
No hay comentarios.:
Publicar un comentario