Hoy hace su aparición, "La tía Marta", quien les acerca sus frustraciones y desventuras, para que la acompañen, la comprendan y la tengan presente en sus oraciones...
Para lograr todo esto, tuve la ayuda de la gran ilustradora argentina: Susana Cavallero, alias Daktari, a quien agradezco muchísimo que haya captado e imaginado el rostro de La tía Marta y logre que yo también pueda imaginarla, asi tal cual, desde ahora.
Ojalá lo disfruten y me lo hagan saber.
La tía Marta
Si algo quebraba la paz de la familia, eran los domingos en casa de la abuela, no porque la abuela no se hiciese querer, sino porque había que soportar un ritual, terriblemente dulce y pesado.
La abuela había dado a luz en sus años mozos a ocho hijas, todos intentos por conservar el apellido del abuelo, por supuesto, pero los intentos fueron fracasando de a uno. Ocho hijas que intentaron armar el rompecabezas de sus vidas, con un esfuerzo inquebrantable. Digamos que la belleza no las caracterizaba, ni la dulzura del carácter, ni la gracia de sus formas, ni una verborragia convincente, ni siquiera una cultura capaz de atrapar a un intelectual, cuestiones todas que tornaban dificultosa la tarea de “cazar al candidato adecuado”, pero lo que sí eran, eran súper habilidosas. Ellas bordaban perfectamente, cosían perfectamente, tejían perfectamente, planchaban perfectamente, limpiaban mucho más perfectamente, excepto, siempre tiene que haber un excepto para que la perfección se desmorone, excepto la tía Marta.
Perdón, pido perdón al lector, porque la estaría difamando, si algo hacía bien la tía Marta, era llorar. Llegábamos siempre los domingos con la esperanza de que algo mágico la hubiese calmado, algo que tal vez le hiciese encontrar el sentido a su vida, pero no, y como la familia, siempre debía estar unida, lo debía estar para todo, también para vivenciar el eterno velorio en que se convertían los domingos, en la casona familiar. La abuela la había convertido en la “solterona” de la familia, era como una especie de título grabado a fuego, por lo que yo entendía, desde mi metro veinte, era como llevar un cartel luminoso anunciando: “Qué desgracia, Dios mío, Marta no va a casarse jamás”
Ni esbelta, ni habilidosa, ni graciosa, ni simpática, mucho menos bonita, la tía Marta no lograba destacarse en absolutamente en nada. Fijaba su vista en el Zenith de tubo, con lámpara, ubicado sobre la mesa de roble, en el salón comedor. Almorzaba en silencio, lloraba en silencio, secaba sus lágrimas con la servilleta del mantel recién planchado y sus mocos con ambas mangas. Miraba el televisor, pero no veía nada, sus ojos fijos veían pasar las imágenes, una tras otra: blancas, grises y negras. Lo encendía cinco minutos antes de que comenzase la señal de ajuste, y lo apagaba cuando dejaba de moverse la pantalla.
Fiel testigo de siete casamientos, el de sus siete hermanas, en esas ocasiones, le había tocado jugar el papel de actriz de reparto. Miraba desde lejos, desde detrás de las columnas, como los ciento de invitados bailaban alegremente festejando que de una vez por todas “una más de las siete hermanas, se había casado”. Entonces detenía su mirada en lo que más le llamaba la atención: el pastel de boda. Esa torre blanca y cremosa, colmada de arabescos blancos, era lo más añorado por la tía Marta.
Una tarde, escuché que mi madre, una de las hermanas afortunadas por haber podido cazar a mi padre, nos miró seriamente y nos dijo: - este domingo no será como cualquier otro, preparémonos para disfrutar de una jornada feliz, junto a la tía Marta.
Me di permiso para sospechar que las ilusiones de mi madre serían en vano, pero la familia es la familia, y coreamos: ¡Viva!, ¡Por fin la tía Marta, alcanzó la felicidad!
En una de sus inútiles tardes junto al televisor, había descubierto que comenzaba un programa nuevo: “Buenas Tardes Mucho Gusto”, un programa que prometía enseñar todo lo necesario para ser una mujer completa y realizada: enseñarían a tejer, a bordar, y a cocinar. La tía Marta se predispuso con la voluntad de un jugador olímpico: se bañó, se puso los ruleros, el mejor vestido que una de sus hermanas le había cosido: el de terciopelo rojo, con el detalle de perlas alrededor del escote princesa y las mangas guante. Una verdadera exquisitez adecuada para mirar la tele. Sobre todo ese acicalamiento, puso el delantal de lino, ese que la abuela le había hecho bordar a los diez años. Edad adecuada para comenzar a preparar la dote, porque claro, si naciste niña vas a casarte y si vas a casarte tenés que cocinar, y por ende ponerte el delantal de lino. El de la tía Marta todavía mantenía el almidón intacto como el primer día, dos iniciales gigantescas “MG”, sobresalían de la tela. A mi madre nadie le ganaba bordando en punto relleno. Las puntillas tejidas al crochet por otra de sus hermanas (recuerden que nada hacía bien), se mantenían tiesas en los bordes, decorando la totalidad del perímetro de esa pieza indispensable para que toda mujer sea feliz: el delantal. Y así, adornada como vidriera de Gath & Chaves en navidad, comenzó a traer al comedor su artillería pesada: cuarenta huevos recién traídos del gallinero de doña Adela, 6 paquetes de harina, tres kilos de azúcar, varios bols de acero inoxidable, media docena de batidores, y cuatro moldes número 24, redondos. Procedía con tanta seriedad, que la abuela la miraba consternada, pero no se atrevió a emitir palabra, ya que lo importante era que las lágrimas de la tía Marta, había desaparecido por completo.
Buenas Tardes Mucho Gusto, hizo que a la casa de la abuela entrara Doña Petrona C de Gandulfo, una señora regordeta que hacía magia en televisión. Alternaba docenas de huevos espumosos con lluvia de azúcar, y hacía que eso creciera y creciera y creciera y creciera hasta lograr el ¿Cómo era?, Ah, si, el punto letra y entonces, comenzaban su danza envolvente los batidores, que hacían malabares mientras Doña Petrona con una mano batía y con la otra sostenía el cernidor que hacía que la harina empolvase toda la mesada. Ese ritual que doña Petrona repetía cada martes, quería ser imitado por la Tía Marta que pretendía que el bizcochuelo de la campeona nacional de la cocina, fuera logrado por ella. Martes a martes, llegaban los huevos de Doña Adela, los kilos de harina, los de azúcar, los moldes brillantes y enmantecados, y luego de rellenarlos con litros de crema y camiones de dulce de leche, los guardaba en la heladera para que toda la familia los comiera los domingos.
Jamás de los jamases logró imitarla, sus bizcochuelos fueron siempre lo más parecido al que con los años ganaría las batallas a todas las golosinas habidas en los kioscos: el chicle, pero la tía Marta no lloró nunca más. Desde entonces y por años, cambiamos los papeles, fuimos nosotros los que derramábamos lágrimas cada semana, antes de ir a la casa de la abuela. Sendas indigestiones supieron ser protagonistas de esas visitas que comenzaron a evaporarse cuando la abuela se fue al cielo. Recuerdos, nostalgias. Si la tía Marta no hubiese intentado ser famosa haciendo tortas, ¿qué podría estar contando yo ahora?
Rosana Colombo
Amo a la tía Marta. Amo su inocencia, su romanticismo, sus ganas de ser feliz. Quiero más de sus historias!
ResponderBorrarIntentaremos darle más vida...no prometo nada. Muchas gracias
ResponderBorrarHola Tía Marta, sigue haciéndonos felices espolvoreando harina.
ResponderBorrarQueremos más historias de la Tía.
Daktari
Amé a la Tía Marta, es ese personaje que tiene que seguir contándonos sus historias y desventuras!
ResponderBorrarTia Marta encontro su actividad para no llorar y no petrificarse mirando la pantalla. Encontro su momento de felicidad. El tema de la indigestiones es otra historia.
ResponderBorrarAguante querida tia Marta.
Graaaaacias a todos!!!
ResponderBorrarMe encantó...me hizo acordar a mi tía Tati...💕 imposible retratarla mejor. Por más historias de la tía Marta!!! Gracias por compartir.
ResponderBorrarMe encantó
ResponderBorrarDesde el comienzo la amé!!! Ojalá siga la historia. Felicitaciones!!!
ResponderBorrarHayyyy, estoy emocionadisssssima!!!
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