Ilustración de Daktari
LA GRAN GATEADA (por Silvy)
Cuentan las vecinas del barrio, que a Dorita le faltaba un
tornillo, bueno, unos cuantos en realidad. Evitaban pasar por la puerta de su casa
porque, si iban de tacón y este taconeaba la vereda, Dorita les gritaba
furibunda que hicieran silencio porque despertaría a sus gatos; lo loco era que con semejantes aullidos la que
los sacaría de sus sueños profundo seguramente sería era ella.
Esos mininos eran el terror del barrio. Habían querido
contarlos, llegaron a la conclusión que era imposible decir el número exacto ya
que, casi todas las semanas, alguna de las gatas volvía a parir por lo que la
multiplicación era exponencial. Por cada gata nacían alrededor de 8 gatitos.
Los había de todas las razas: Persa, Azul, Ruso, Siamés, Angora turco, Siberiano,
Maine Coon, Bengalí, cola larga, cola corta, atigrados, bizcos y hasta uno del
que se dudaba si era felino.
Si la ventana de la casa estaba abierta, salía de ella un
olor fétido a orina que penetraba por las fosas nasales, llegaba al cerebro del
transeúnte, anidaba allí y no había Migral que calmara el dolor punzante de la
víctima. Lo peor le pasó a Doña Elvira, que descubrió que era alérgica cuando
una mañana, mientras baldeaba la vereda de su casa que linda con la de Dorita,
25 gatos la atacaron porque su delantal con puntillas verdes tenía dibujados
unos simpáticos ratoncitos. Claro que a su hija jamás se le había ocurrido que
su madre podría ser el centro de atención de unos gatos estúpidos que no
distinguían un ratón de verdad de uno pintado en tela. Se calcula que la culpa
la tuvo el bizco, que es el capo de esa mafia gatuna. Cuestión que Doña Elvira
fue internada de urgencia con terrible edema de glotis y casi no cuenta el
cuento.
Al día de hoy, la pobre mujer no puede escuchar un maullido
sin que le dé un vuelco el corazón.
Se armó una reunión de vecinos en la sociedad de fomento
para tratar esta invasión espeluznante que tenía a todos desesperados. La
señora del carnicero contó que su marido estaba al borde de un ataque de
nervios porque sus clientas le devolvían la carne por encontrar pelo de gato en
todos los cortes.
Ramón, el mecánico, hombre robusto de tez morena y manos
como aspas de helicóptero, lloraba compungido porque su hermoso y terrible rottweiler
se había convertido en un animalito asustadizo, con pánico, desde que 35 de
esos malditos gatos habían entrado en su patio y lo atacaron tan ferozmente que
el pobre animal casi muere por la infección que le dejaron los miles de
rasguños.
-¡Hay que denunciarla al municipio! – gritó la hija de doña
Elvira, desesperada porque no podía dejar sola a su madre.
-Ya lo hicimos y no pasó nada, el hijo es concejal y cajonea
todo – dijo Horacio, el almacenero que conocía todos los vericuetos políticos
del partido.
Las noches eran insoportables, esos malditos bichos dormían
de día pero en cuanto daban las diez, salían a recorrer los techos de todos los
habitantes del lugar. ¿Quién podía dormir escuchando como Raúl llamaba a Ramón
de un tejar a otro? Cholito, el nieto de doña Chola, dijo haber contado en una
noche doscientos setenta y cinco gatos, puede que hayan sido doscientos setenta
y cuatro porque hay uno que no parece un felino.
Después de que todos los miembros de la comisión expusieran
sus argumentos, y viendo la imposibilidad de que interviniera la justicia
(Porque como en todo municipio que se precie de buena política, lo que no da
Salamanca lo da la palanca y parecía ser que Dorita tenía una palanca bien
grande). Una voz chiquita, suave, casi inaudible dijo “Hay que matarlos a
todos”
Se hizo un gran silencio. Todos giraron la cabeza para ver
quién había osado decir semejante propuesta. Quien hubiera sido, ignoraba el
poder de la reina de los gatos. Algunos incluso podían confirmar que tenía
poderes sobrenaturales.
“Hay que matarlos a todos”,- repitió la minúscula persona,
de minúscula voz – Yo me encargo, dijo.
Esa noche, todos volvieron como autómatas a sus casas, no
pudieron cenar. Necesitaban que se
hicieran las diez para escuchar si volvían los lamentos gatunos… Silencio…
Por la mañana, la primera que salió a la calle fue la hija de
doña Elvira. Sus suecos de madera retumbaron en la puerta de Dorita pero nada
pasó. La ventana estaba abierta, pero ningún olor nauseabundo salía del
interior de la vivienda.
Nadie supo qué pasó con la tribu de gatos ni con su dueña.
El concejal puso la casa en venta. Llegó en su auto negro con chofer para
entregar la llave a los nuevos dueños. Una voz chiquita, suave, casi inaudible
le dijo desde el vehículo “vamos mi amor, se nos hace tarde para tu
nombramiento”.
Aaah! Me encantó ese misterio!!!
ResponderBorrarEste blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
ResponderBorrarMuy buena la historia, y aunque amo a los gatos, nunca podría tener tantos, me encantó la ilustración tambien.
ResponderBorrar