viernes, 10 de septiembre de 2021



Ilustración de Daktari


 LA GRAN GATEADA (por Silvy) 

Cuentan las vecinas del barrio, que a Dorita le faltaba un tornillo, bueno, unos cuantos en realidad.  Evitaban pasar por la puerta de su casa porque, si iban de tacón y este taconeaba la vereda, Dorita les gritaba furibunda que hicieran silencio porque despertaría a sus gatos;  lo loco era que con semejantes aullidos la que los sacaría de sus sueños profundo seguramente sería era ella.

Esos mininos eran el terror del barrio. Habían querido contarlos, llegaron a la conclusión que era imposible decir el número exacto ya que, casi todas las semanas, alguna de las gatas volvía a parir por lo que la multiplicación era exponencial. Por cada gata nacían alrededor de 8 gatitos. Los había de todas las razas: Persa, Azul, Ruso, Siamés, Angora turco, Siberiano, Maine Coon, Bengalí, cola larga, cola corta, atigrados, bizcos y hasta uno del que se dudaba si era felino.

Si la ventana de la casa estaba abierta, salía de ella un olor fétido a orina que penetraba por las fosas nasales, llegaba al cerebro del transeúnte, anidaba allí y no había Migral que calmara el dolor punzante de la víctima. Lo peor le pasó a Doña Elvira, que descubrió que era alérgica cuando una mañana, mientras baldeaba la vereda de su casa que linda con la de Dorita, 25 gatos la atacaron porque su delantal con puntillas verdes tenía dibujados unos simpáticos ratoncitos. Claro que a su hija jamás se le había ocurrido que su madre podría ser el centro de atención de unos gatos estúpidos que no distinguían un ratón de verdad de uno pintado en tela. Se calcula que la culpa la tuvo el bizco, que es el capo de esa mafia gatuna. Cuestión que Doña Elvira fue internada de urgencia con terrible edema de glotis y casi no cuenta el cuento.

Al día de hoy, la pobre mujer no puede escuchar un maullido sin que le dé un vuelco el corazón.

Se armó una reunión de vecinos en la sociedad de fomento para tratar esta invasión espeluznante que tenía a todos desesperados. La señora del carnicero contó que su marido estaba al borde de un ataque de nervios porque sus clientas le devolvían la carne por encontrar pelo de gato en todos los cortes.

Ramón, el mecánico, hombre robusto de tez morena y manos como aspas de helicóptero, lloraba compungido porque su hermoso y terrible rottweiler se había convertido en un animalito asustadizo, con pánico, desde que 35 de esos malditos gatos habían entrado en su patio y lo atacaron tan ferozmente que el pobre animal casi muere por la infección que le dejaron los miles de rasguños.

-¡Hay que denunciarla al municipio! – gritó la hija de doña Elvira, desesperada porque no podía dejar sola a su madre.

-Ya lo hicimos y no pasó nada, el hijo es concejal y cajonea todo – dijo Horacio, el almacenero que conocía todos los vericuetos políticos del partido.

Las noches eran insoportables, esos malditos bichos dormían de día pero en cuanto daban las diez, salían a recorrer los techos de todos los habitantes del lugar. ¿Quién podía dormir escuchando como Raúl llamaba a Ramón de un tejar a otro? Cholito, el nieto de doña Chola, dijo haber contado en una noche doscientos setenta y cinco gatos, puede que hayan sido doscientos setenta y cuatro porque hay uno que no parece un felino.

Después de que todos los miembros de la comisión expusieran sus argumentos, y viendo la imposibilidad de que interviniera la justicia (Porque como en todo municipio que se precie de buena política, lo que no da Salamanca lo da la palanca y parecía ser que Dorita tenía una palanca bien grande). Una voz chiquita, suave, casi inaudible dijo “Hay que matarlos a todos”

Se hizo un gran silencio. Todos giraron la cabeza para ver quién había osado decir semejante propuesta. Quien hubiera sido, ignoraba el poder de la reina de los gatos. Algunos incluso podían confirmar que tenía poderes sobrenaturales.

“Hay que matarlos a todos”,- repitió la minúscula persona, de minúscula voz – Yo me encargo, dijo.

Esa noche, todos volvieron como autómatas a sus casas, no pudieron cenar.  Necesitaban que se hicieran las diez para escuchar si volvían los lamentos gatunos… Silencio…

Por la mañana, la primera que salió a la calle fue la hija de doña Elvira. Sus suecos de madera retumbaron en la puerta de Dorita pero nada pasó. La ventana estaba abierta, pero ningún olor nauseabundo salía del interior de la vivienda.

Nadie supo qué pasó con la tribu de gatos ni con su dueña. El concejal puso la casa en venta. Llegó en su auto negro con chofer para entregar la llave a los nuevos dueños. Una voz chiquita, suave, casi inaudible le dijo desde el vehículo “vamos mi amor, se nos hace tarde para tu nombramiento”.

 

3 comentarios:

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  2. Muy buena la historia, y aunque amo a los gatos, nunca podría tener tantos, me encantó la ilustración tambien.

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