domingo, 26 de septiembre de 2021

Colchón de piedra (por Daktari)


    Llegó al mundo en colchón de piedra. De piedra fría. No hubo brazos que la acunaran, ni canciones, ni siquiera miradas de compasión. Sí, ojos que se desviaron para no verla.  Nadie quiere ver a quienes andan el borde del abismo. Cuando la muerte, ala de murciélago, ronda sobre los condenados y succionando el alma, se los lleva.

     No se esperaba que ese manojito de carne con nervios viviera.  El parto se había llevado a la madre pero no a la niña. Todavía.

      ¿Hacía falta tanta sangre para sacar un  hijo? ¿Y qué haría él con la pequeña? No había respuestas.  Tampoco las tenían las dos vecinas que cubrieron sus cabezas con las pañoletas y salieron presurosas a la lluvia. Habían hecho lo que sabían, todo lo que podían. Todo el día, toda la noche. Huían de esa casa de piedra fría que rezumaba dolor. Huían antes que la furia o la desesperación hicieran presa de Andrés.  Huían, antes que la muerte que aún aleteaba dentro, se llevara también a la niña. El hombre quedó solo y dio un puñetazo a la pared de piedra. Las lajas del piso verdeaban humedad y musgo y allí dejó a la criatura mientras buscaba algo. Deseó que no estuviera allí al volver. Pero estaba.  Y rugía de rabia, frío y urgencias. Seguro no pasaría de esa noche ¡con tanto frío! Leche de cabra apenas entibiada. Gota a gota desde los dedos del padre. La boca ávida, crispada de hambre, buscaba a tientas.  

    El tiempo pasaba. La boca exigente y enojada no se rendía.   El padre de manos ásperas y el alma áspera por el  dolor, sumergía un trapo en la leche tibia. Si no moría, debía alimentarla. Nunca era suficiente. Y no era trabajo de hombre cuidar un crío. ¡Que ya estaba descuidando la viña y los nogales! A los curas. La llevaría con los curas y que ellos se ocuparan.

   Bajó la sierra con la pequeña atada bajo su abrigo. La sentía  retorcerse contra él y prenderse a sus carnes. Pataleaba con firmeza, nerviosa y fuerte.  Entre el verde recién lavado por la lluvia emergía el campanario de la Iglesia. ¡Falta poco pequeñita, aguanta que falta poco!

    Los curas tampoco la quisieron. Lo mandaron al convento de unas monjas: un día de marcha monte arriba y otro bajando del lado de Portugal, en Montealegre. Le dieron un plato de comida caliente, algo de ropa de niño y una recomendación escrita para la superiora. Ayudándose con una rama subió la cuesta resbalosa. A la niña parecía gustarle el zarandeo de la caminata porque no lloraba, se aferraba  al  pelo de su pecho y se fundieron en el recíproco calor. “¡Carne de mi carne, aguanta, que ya llegamos! "Su casa  quedaba arriba de la sierra, a medio camino. Embarrado por la nieve derretida y las manos despellejadas por aferrarse a las piedras, decidió hacer un alto. "Por hoy ya hemos hecho demasiado. Descansaremos.  A ordeñar la cabra y  a cambiar el género que has mojado”.

     Eran los ojos de su mujer, puestos en esa carne pequeña, los que lo miraron. “¡¿Qué quieres que haga yo con la niña, mujer?! Mañana se va con las monjas ¡Qué trabajo me has dejado! Limpiar traseros y escurrir leche en la boca. ¿Sabes que es movediza y menuda? Hoy ha vomitado. Hace demasiado frío y hay niebla arriba, tal vez haya nieve en la  sierra. Traeré más leña para que la casa esté caliente.  La haré dormir en el baúl de tu ropa”.

   

 


 

       No se esperaba que Andrés la mantuviera con vida y las vecinas vinieron a curiosear.

 ―En la aldea se murmura que hay que ser hereje para tener a una niña sin nombre. ¿La has bautizado, Andrés?

     La urgencia por sepultar a la madre y  alimentar a la cría lo hizo olvidarse del asunto del nombre y el bautizo. "¡Ni los curas quisieron tomarse el trabajo y dejaron el asunto para las monjas portuguesas!"

     No quiso llamarla como su madre que murió tan joven. Los ojos  mansos de la que fue su mujer lo miraban a través de la mirada fuerte de la chiquilla. Le buscaría un nombre fuerte.  Fuerte y  luchador como ella. Debía pensarlo.

 

     Ese invierno fue durísimo en la Serra de Larouco. Nadie se animó a subir. Desde el caserío, al pie del monte  veían salir humo de la chimenea de Andrés. Día tras día. nunca habían visto desperdiciar tanta leña.  Cada día posponía la excursión al convento.  Hasta que dio por perdida la carta de los curas. Cada noche hablaba a su mujer muerta de los planes para el otro día. Y ella parecía poner en su cabeza las respuestas. Como el día que la niña lloró cuando la besó al acostarla y comprendió que era tiempo de afeitarse de nuevo.

   Cuando los brotes verdearon en el bosque y quebraron el espinazo blanco y helado del invierno en la sierra, las vecinas treparon los peñascos para ver cómo estaba Andrés y qué suerte había corrido la niña.

          No esperaban encontrarla ni tampoco volver a oír risas y cantos en la casa de piedra fría. No se esperaba que el hombre aprendiera a cargarla, a lavarla, a mecerla. No se esperaba que pudiera atender la finca con la criatura atada a sus espaldas.  No se esperaba que Victoria sobreviviera sin madre,  en lo alto de la sierra, con un hombre y unas cabras. 

2 comentarios:

  1. Muy bello relato. Desde la descripción del ambiente paupérrimo donde acaece la historia, la atmósfera de dolor y tragedia que envuelve el nacimiento de la bebé. Y del esfuerzo del padre, que aprende a serlo en medio de su desgracia.
    Agradezco tan bonita lectura.

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  2. Personalmente creo que es demasiado largo.Se podria haber acortado. Los blogs actuales tienen escritos cortos directos y al grano

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