Llegó al mundo en colchón de
piedra. De piedra fría. No hubo brazos que la acunaran, ni canciones, ni siquiera
miradas de compasión. Sí, ojos que se desviaron para no verla. Nadie quiere ver a quienes andan el borde del
abismo. Cuando la muerte, ala de murciélago, ronda sobre los condenados y succionando
el alma, se los lleva.
No se esperaba que ese
manojito de carne con nervios viviera. El
parto se había llevado a la madre pero no a la niña. Todavía.
¿Hacía falta tanta sangre para sacar
un hijo? ¿Y qué haría él con la pequeña? No había
respuestas. Tampoco las tenían las dos
vecinas que cubrieron sus cabezas con las pañoletas y salieron presurosas a la lluvia.
Habían hecho lo que sabían, todo lo que podían. Todo el día, toda la noche. Huían de esa casa de piedra
fría que rezumaba dolor. Huían antes que la furia o la desesperación hicieran
presa de Andrés. Huían, antes que la muerte
que aún aleteaba dentro, se llevara también a la niña. El hombre quedó solo y dio
un puñetazo a la pared de piedra. Las lajas del piso verdeaban humedad y musgo y allí dejó a la criatura
mientras buscaba algo. Deseó que no estuviera allí al volver. Pero estaba. Y rugía de rabia, frío y urgencias. Seguro no
pasaría de esa noche ¡con tanto frío! Leche de cabra apenas entibiada. Gota a
gota desde los dedos del padre. La boca ávida, crispada de hambre, buscaba a tientas.
El tiempo pasaba. La boca exigente
y enojada no se rendía. El padre de manos ásperas y el alma áspera
por el dolor, sumergía un trapo en la
leche tibia. Si no moría, debía alimentarla. Nunca era suficiente. Y no era
trabajo de hombre cuidar un crío. ¡Que ya estaba descuidando la viña y los
nogales! A los curas. La llevaría con los curas y que ellos se ocuparan.
Bajó la
sierra con la pequeña atada bajo su abrigo. La sentía retorcerse contra él y prenderse a sus carnes.
Pataleaba con firmeza, nerviosa y fuerte. Entre el verde recién lavado por la lluvia
emergía el campanario de la Iglesia. ¡Falta poco pequeñita, aguanta que falta poco!
Los curas tampoco la quisieron. Lo mandaron al convento de unas monjas: un día de marcha monte arriba y otro bajando del lado de Portugal, en Montealegre. Le dieron un plato de comida caliente, algo de ropa de niño y una recomendación escrita para la superiora. Ayudándose con una rama subió la cuesta resbalosa. A la niña parecía gustarle el zarandeo de la caminata porque no lloraba, se aferraba al pelo de su pecho y se fundieron en el recíproco calor. “¡Carne de mi carne, aguanta, que ya llegamos! "Su casa quedaba arriba de la sierra, a medio camino. Embarrado por la nieve derretida y las manos despellejadas por aferrarse a las piedras, decidió hacer un alto. "Por hoy ya hemos hecho demasiado. Descansaremos. A ordeñar la cabra y a cambiar el género que has mojado”.
Eran los ojos de su mujer,
puestos en esa carne pequeña, los que lo miraron. “¡¿Qué quieres que haga yo
con la niña, mujer?! Mañana se va con las monjas ¡Qué trabajo me has dejado!
Limpiar traseros y escurrir leche en la boca. ¿Sabes que es movediza y menuda?
Hoy ha vomitado. Hace demasiado frío y hay niebla arriba, tal vez haya nieve en
la sierra. Traeré más leña para que la
casa esté caliente. La haré dormir en el
baúl de tu ropa”.
No se esperaba que Andrés la mantuviera
con vida y las vecinas vinieron a curiosear.
―En la aldea se murmura que hay que ser
hereje para tener a una niña sin nombre. ¿La has bautizado, Andrés?
La
urgencia por sepultar a la madre y
alimentar a la cría lo hizo olvidarse del asunto del nombre y el
bautizo. "¡Ni los curas quisieron tomarse el trabajo y dejaron el asunto para
las monjas portuguesas!"
No quiso llamarla como su madre que murió
tan joven. Los ojos mansos de la que fue
su mujer lo miraban a través de la mirada fuerte de la chiquilla. Le buscaría
un nombre fuerte. Fuerte y luchador como ella. Debía pensarlo.
Ese invierno fue durísimo en
la Serra de Larouco. Nadie se animó a subir. Desde el caserío, al pie del
monte veían salir humo de la chimenea de
Andrés. Día tras día. nunca habían visto desperdiciar tanta leña. Cada día posponía la excursión
al convento. Hasta que dio por perdida
la carta de los curas. Cada noche hablaba a su mujer muerta de los planes para el otro día. Y ella parecía poner en su
cabeza las respuestas. Como el día que la niña lloró cuando la besó al
acostarla y comprendió que era tiempo de afeitarse de nuevo.
Cuando los brotes verdearon en
el bosque y quebraron el espinazo blanco y helado del invierno en la sierra, las
vecinas treparon los peñascos para ver cómo estaba Andrés y qué suerte había corrido
la niña.
No esperaban encontrarla ni tampoco volver a oír risas y cantos en la casa de piedra fría. No se esperaba que el hombre aprendiera a cargarla, a lavarla, a mecerla. No se esperaba que pudiera atender la finca con la criatura atada a sus espaldas. No se esperaba que Victoria sobreviviera sin madre, en lo alto de la sierra, con un hombre y unas cabras.
Muy bello relato. Desde la descripción del ambiente paupérrimo donde acaece la historia, la atmósfera de dolor y tragedia que envuelve el nacimiento de la bebé. Y del esfuerzo del padre, que aprende a serlo en medio de su desgracia.
ResponderBorrarAgradezco tan bonita lectura.
Personalmente creo que es demasiado largo.Se podria haber acortado. Los blogs actuales tienen escritos cortos directos y al grano
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